Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad al Justo, ábrase la tierra y brote al Salvador (cf. Is 45,8).Parece como si todo el Antiguo Testamento se concentrara en esta antífona. El obrar de Dios en la historia va preparando a la humanidad para este momento, va haciendo de la necesidad de salvación, tras el pecado de Adán, una oración que pida al único que puede darle aquello que ha menester. Pedir un Salvador de una manera inimaginable hasta que tuvo lugar. La historia de salvación previa a Jesús es ir formando la explicitud de la petición de la Encarnación, como petición al cielo para que se anonade el Justo (cf. Flp 2,7), pero también para que el arcángel pida a la tierra virginal de María que se abra a la acción del Espíritu y nazca el Salvador.
Empezamos, nosotros que ya conocemos lo anunciado, la celebración uniéndonos a la historiasalvífica.
Pero ésta es una palabra viva, no muerta, y, aunque cumplida, sigue operativa en el presente. Comenzamos la Eucaristía cantando este versículo. Y, con Él, pedimos el don de participar en ese gran sacramento en el que el cuerpo y la sangre nacidos del seno purísimo de María se hacen verdadera, real y sustancialmente presentes en esos frutos de la tierra que son el pan y el vino. Pedimos que su rocío de gracia dé fertilidad a ese pobre barro de pecadores que somos cada uno.
Y también que el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, sea la tierra donde brote para todos los hombres la salvación, bañándose en las aguas del bautismo.