La noticia de la constitución de las Clarisas de Lerma en el nuevo instituto Iesu Communio puede haber resultado chocante para más de uno pero, además de resultarme tremendamente esperanzadora, creo que ha de ser puesta en su perspectiva adecuada.
En un clima eclesial de claro declive vocacional tanto en la vida religiosa, como la sacerdotal, como la laical, lo lógico es esperar de Dios que suscite nuevos carismas que respondan a la necesidad del momento actual.
Con San Benito comenzó el monasticismo en Europa, que fue el elemento configurador de toda la civitas cristiana, pero la cosa no quedó ahí, y luego aparecieron los San Bruno, San Odón de Cluny y San Bernardo de Claraval que fueron dando un nuevo rostro al carisma original, adaptado a las exigencias de los tiempos.
Con San Francisco, Santo Domingo y San Ignacio de Loyola, los monjes salieron a la calle, se establecieron en las ciudades y evolucionaron la vida contemplativa de coro hasta la ignaciana contemplación en la acción.
No eran los únicos, pues gente como Santa Catalina de Siena instituyeron nuevas formas de vida consagrada, que se salían de los moldes tradicionales y se incardinaban en las ciudades.
Las sociedades cambian, y la vida religiosa también, pues al fin y al cabo es un reflejo del contexto en el que nacen, y por eso en tiempos modernos hemos asistido a una transformación de la vida religiosa, que ha dado como fruto nuevas formas de vida consagrada como la que se da en los institutos seculares, o en prelaturas personales como la del Opus Dei.
Dentro de toda esta gloriosa tradición, lo que está claro es que la gracia de ayer no necesariamente es la gracia de hoy ni la de mañana, y el hecho de que haya un lugar donde unas monjas están caminando en la voluntad del Señor con un carisma franciscano, y por su propia vivencia deriven hacia nuevas formulaciones, debiera ser un tremendo signo de esperanza para la Iglesia de hoy en día.
Igual que los jesuitas vinieron casi de la mano de Trento, e igual que tras el Concilio Vaticano II surgieron los grandes movimientos, ya es hora de ver cosas nuevas y frescas para la Iglesia de hoy, que respondan a la necesidad de nuestros tiempos.
La vida contemplativa como la conocemos está en una seria crisis. No significa que haya de desaparecer, pues es, como decía aquella santa, el corazón de la Iglesia, pero desde luego que difícilmente puede sobrevivir de añoranzas y miradas retrospectivas al pasado.
En la Iglesia se han dado todo tipo de reformas, unas volviendo al carisma original (el Cister es un ejemplo), otras llevándolo más lejos (los Jesuitas al hacer religiosos contemplativos en la acción). Ya sean reformas “para adelante” o reformas “para detrás” en todas ellas se trata de volver a la fuente, a Jesucristo nuestro Señor, a la vocación de hijos de Dios que todos tenemos, que se inserta en nosotros por el bautismo.
Por eso, que nadie se alarme, ni se escandalice sino más bien, mejor es alegrarse de que el Señor siga teniendo palabras, personas, e instituciones dentro de la Iglesia, que manifiesten los carismas adecuados a cada momento de la historia.