Aunque nunca faltan problemas ni ataques a la Iglesia, a la familia o a la vida, esta semana, gracias a Dios, ha sido bastante tranquila. Quizá sea porque el ambiente navideño va apoderándose poco a poco de los ánimos y así un cierto aire de paz y de nostalgia del hogar perdido se difunde por doquier. Gracias a eso hemos podido celebrar con alegría dos grandes fiestas marianas, la de la Inmaculada y la de Guadalupe. Dos fiestas que nos hablan del amor de Dios por el hombre, un amor que pasó por esa nueva creación que comenzó con María. Un amor que le hace enviarnos a su Madre una y otra vez para que nos advierta de nuestros errores y para que nos dé esperanza en medio de las noches más oscuras. Además, en esta semana se ha aprobado la primera aparición mariana en Estados Unidos, lo cual siempre es una muy buena noticia para todos.
Pero estas dos fiestas marianas deben servirnos también para extraer alguna lección sobre las aportaciones que la Iglesia puede y debe hacer en esta hora de crisis. Cuando estalló –dicen que la quiebra de Lehman Brothers fue lo que la hizo pública-, algunos dijimos que sería un error considerarla sólo como una crisis económica, porque eso impediría hacerle frente desde sus verdaderos orígenes. En aquel momento fueron pocos los que nos hicieron caso. Sin embargo, lentamente han ido aumentando las voces que hablan de una crisis moral, de una crisis del sistema, más profunda que la financiera y que necesitaría para atajarla mucho más que unas nuevas leyes regulatorias de los mercados. Recientemente el ex presidente español Aznar afirmaba que lo que está hundiéndose es el llamado “Estado del bienestar” tal y como lo hemos conocido y él mismo decía que ese sistema se ha caracterizado por ofrecer un nivel de vida muy superior a las posibilidades reales de las personas y de los pueblos. Reclamaba Aznar, como fórmula para superar esta situación, trabajar más, ganar menos y no gastar lo que no se tiene. Yendo un poco más allá de lo que decía el político del PP, la crisis ha consistido no sólo en vivir por encima de nuestras posibilidades sino en haber perdido el sentido del deber, haber olvidado la existencia de obligaciones, y todo eso en definitiva como consecuencia de la pérdida del sentido moral objetivo, del relativismo. Negar la existencia del bien y del mal ha llevado a considerar que todo es lícito moralmente si lo es legalmente, lo cual ha hecho que las leyes –rota la barrera de la ética natural- se hicieran al gusto de los que tenían el verdadero poder. Pero al fin, como la realidad existe, han tenido que pagarse las facturas y los excesos se han vuelto contra los que los cometieron.
Por eso, en este momento histórico, la aportación que la Iglesia puede hacer para solucionar la crisis es, como ya está haciendo, la atención a los más necesitados –en España, Cáritas da alimentos diariamente a 800.000 personas-, pero además debe hacer mucho más, algo incluso más importante y urgente: volver a poner en la conciencia de la gente la existencia de conceptos como el deber y la obligación. Si a esta situación nos ha llevado la inflación del concepto de derechos, no encontraremos la solución hasta que no hallemos el equilibrio poniendo a su mismo nivel el concepto de deberes. Se habla continuamente de los derechos humanos. Hay que empezar a hablar de los deberes humanos, sin los cuales, además, los primeros están vacíos o sólo los pueden ejercer los fuertes.
María, que se presentó ante el mundo como la “esclava del Señor”, tiene mucho que enseñarnos al respecto. Por eso a ella debemos dirigir nuestra mirada. Para escuchar de sus labios las esperanzadoras palabras que le dijo a San Juan diego: “No tengas miedo. Aquí estoy yo que soy tu madre”, y para aprender cómo vivir de una manera auténticamente humana.