Tal como muestra mi autor maldito no hay, propiamente hablando, un derecho a la vida sino un derecho a vivir :

Desde el punto de vista de la cosmovisión cristiana , es decir desde la Verdad, la vida no es fruto del azar, ni el resultado de una evolución heteróloga, que tuvo su inicio en el caos de la materia inerte.

La vida ha sido creada, desde la vida de los ángeles a la vida del ser más pequeño y microscópico, vegetal o animal.

La vida es siempre un don, pero, en el caso de los hombres, ese don es una comunicación de vida.

El Génesis, al narrarnos el sexto día de la Creación, añade un plus cualificativo a la creación del hombre, porque el «soplo divino» que le da vida es diferente al imperativo «hágase» con que aparecen las restantes criaturas del universo visible.
 
La vida, pues -y nos concretamos ya a la vida del hombre, que ahora nos interesa de un modo especial-, no es buenaventura, sino bienaventuranza.

Bienaventuranza por lo que tiene de don de Dios, y bienaventuranza por la posibilidad que conlleva de alcanzar su plenitud, si el hombre se comporta de acuerdo con la pauta normal del famoso Sermón de la Colina.
 
Por eso, como comenzaba el artículo, no hay un derecho a la vida, porque desde la nada no puede haber una exigencia hacia nadie y porque frente a la nada no pueden existir deberes de ningún tipo.

Ahora bien, si la vida se concede de un modo gratuito, una vez que la vida surge, podremos hablar de derecho, de un derecho a vivir, que tiene la vida como presupuesto.

Si la vida -como se ha dicho- es un don, ese don no habrá que enterrarlo, sino negociarlo, como debe negociar los talentos, según la parábola, aquel que los recibió. 
 
De aquí que todo lo referente a la vida del hombre, como don de Dios, y al derecho a vivir, para negociar con ella en el más noble sentido de la palabra -que no es más que conseguir su plenitud en la bienaventuranza eterna-, presente un aspecto sacral.

La vida de hombre puede calificarse de res sacra
 
Por ello, los atentados contra su vida se configuran como gestos de rebeldía, como aversio Deo, como profanación, sacrilegio y blasfemia.

En la sacralidad de la vida del hombre radica no sólo el esquema de los llamados derechos fundamentales, sino la terrible gravedad de los delitos que contra ella se cometen y el deterioro y decadencia de las sociedades y de las naciones que en su ordenamiento jurídico los legalizan.
 
Esos delitos lo serán siempre en el orden moral, aun cuando se borren de los Códigos penales, toda vez que contradicen el expreso mandamiento divino o el orden natural querido por Dios. 
 
El primero es, sin duda, aquel que ciega el cauce natural de transmisión de la vida humana, bien en actos concretos (anticoncepción), bien con carácter permanente (esterilización).

El fraude voluntario a la naturaleza, el obstáculo puesto a la comixtio carnis, desvía de su fin primario al opus naturae, buscando la intimidad (el placer), pero evitando la fecundidad (procreación). 
 
La transgresión moral opuesta se halla en todo lo contrario, y consiste, rompiendo igualmente el orden natural, en el logro, por medios artificiales -o, como hoy se dice, de técnica, ingeniería o laboratorio genético- de la fecundación sin intimidad mediante la unión de los gametos en un tubo de ensayo.

De este modo, la vida del hombre se transforma en objeto manipulable, tanto en su germen como en su gestación. 
 
A estos gravísimos atentados contra el orden natural y la ley divina, hay que añadir la destrucción de la vida comenzada, mediante el aborto o interrupción voluntaria del embarazo.

El aborto no es más que una pena de muerte sentenciada y ejecutada sin oír al interesado, inocente, sin invitarle a juicio, sin abogado defensor y sin posibles recursos y no dictada por un juez si no por un médico; pero los sedicentes Estados de derecho, que se hartan de proclamar en sus Constituciones el derecho a la vida, lo admiten con entusiasmo. 
 
En este orden de aniquilación de la vida humana, al aborto, que se produce cuando la vida comienza a madurar, siguen la eutanasia y el suicidio.

En un caso y en otro se dispone de la propia vida y se arrebata a Dios su señorío sobre la vida y sobre la muerte.
 
Pero la vida temporal, en la perspectiva de la bienaventuranza, no es un valor absoluto, sino relativo.

Negociar con la vida en función de esa bienaventuranza y de los valores supremos de más alta jerarquía, incluso en el orden humano, es un acierto y hasta un deber, como lo es, sin duda, la obediencia a Dios por encima de la obediencia a los hombres.

El sacrificio de la vida -la del mártir, que da testimonio de su amor a Dios; la del soldado, que da testimonio de su amor a la Patria; la del médico, que da testimonio de su amor a los hermanos- hace del hombre arquetipo de santidad, de heroísmo o de entrega. 
 
La vida propia, de otro lado, como la vida del prójimo, la sociedad y la nación, debe ser defendida como cosa sagrada frente al agresor injusto.

La legítima defensa, propia o ajena, la pena de muerte y la guerra, pueden ser derecho y deber a un tiempo, aun cuando conlleven la muerte de otro y de otros, porque en estos casos juega el voluntario indirecto de Santo Tomás, y la muerte se hace necesaria para salvaguardar y proteger la vida, la sociedad o la nación, frente al criminal, al terrorista, al traficante de drogas, al gobierno tiránico o al invasor extranjero. 
 
Hoy en España, como en el mundo occidental, el tema de la vida se ha vuelto apasionante y decisivo.

Se tiene la impresión de que trata de subvertirse el orden natural y de construir otro distinto, contrario a su Autor.

El cambio, en última instancia, se centra en ese intento y su incidencia teológica resulta evidente: un hombre y una sociedad apartados de Dios y que arrebatan a Dios la ciencia del Bien y del Mal, para imponer su propio criterio arbitrario y variable sobre el mal y el bien y, en este caso, sobre la transmisión y la interrupción de la vida. 
 
El cambio en el ordenamiento jurídico, y lo que es más triste, en las costumbres sociales y en el comportamiento individual de los españoles, ha legalizado, va generalizando y acepta más o menos resignadamente, la anticoncepción, la esterilización, la fecundación in vitro, el aborto, la eutanasia y el suicidio, mientras reacciona negativamente contra la legítima defensa, la pena de muerte y la guerra justa.

La anticoncepción, la esterilización, la fecundación in vitro y el aborto ya han sido legalizados en España.

Los proyectos sobre la eutanasia siguen en estudio y la pena de muerte ha sido abolida.

Por otro lado, la objeción de conciencia al servicio militar y las campañas pacifistas -de paz a cualquier precio- son síntomas del cambio profundo, cuyo alcance no midieron quienes, por unas y otras razones, lo avalaron con la autoridad que les confería su magisterio. ¡Tremenda responsabilidad la que asumieron! ¡Pero tremendo, igualmente, el drama que para el pueblo español y para el futuro de España! 
 
Ante este trance, en el que parece que vence la Cultura de la Muerte, y si como se decía al comienzo, que el tema de la vida y de la muerte se trataría desde una perspectiva cristiana, nos permitimos recurrir a nuestra Señora, para que nos ayude a solucionarlo.
 
De un lado, el Evangelio es insondable, y de otro, de María nunquam satis.

Por eso, no sé si se habrá ocurrido pensar, con el Evangelio en la mano y en la contemplación de la Señora, que la Señora es la Madre de la Vida, porque Cristo, su Hijo, afirmó «yo soy la Vida» (Juan 14,6).

Y de tal forma fue y es Madre de la Vida que, ante la muerte por excelencia, la más impresionante y dislocadora, la de Jesús en el Calvario, María -madre permanente y sin solución de continuidad de la Vida- -estuvo al pie de la cruz, dando testimonio de que la muerte era episódica y pasajera. 
 
María, Madre de la Vida, es también la Madre del resucitado (Rom. 8,34). Si Cristo aseguró enfáticamente «Yo soy la Vida», teniendo la seguridad de que había de morir, tuvo que agregar: «Yo soy la resurrección» (Juan 11,25), garantizando de este modo el triunfo de la vida sobre la muerte.
 
La Señora, ante el cadáver y la derrota visible de la Vida, en la soledad de aquella jornada triste, cuando la fe de los discípulos era nula o vacilante, cuando, como nos cuenta el texto sagrado, unos se reían de la resurrección y otros la negaban (Mat. 22,23; Luc. 20,27; 1 Cor. 15,12; Hechos 17,32 y 23,8), proclamó con fortaleza, traspasada su alma, cuanto repetimos hoy en el símbolo de la fe: «Creo en la resurrección.» 
 
La bienaventuranza suprema de la vida está en la muerte unida a la muerte de Cristo.

Nuestra muerte, vista de este modo, no se queda en un enterramiento del corpore insepulto, porque más que enterramiento de la carne fallecida, lo que hay es una siembra de lo que, siendo corruptible, resucitará, como cuerpo espiritualizado e incorruptible (1 Cor. 15,42/44).
 
La muerte temporal es un desgarramiento, un desprendimiento, un segundo parto doloroso, en el que el hombre es dado a luz a un mundo que goza de la luz divina, del lumen Dei.

Ese desprendimiento o desgarro es transitorio, por obra del reencuentro del espíritu, que no muere, con la carne reducida a pulvus, cinis, nihil, es decir, de la resurrección segura.
 
La Vida triunfa también en nosotros sobre la muerte -salario del pecado (Rom. 6,23)-.

El creyente puede decir, desde la fe teologal: «Creo en mi resurrección», y desafiar a su propia muerte y a la muerte que se manifiesta vencedora y universal exclamando: «¿dónde está, oh muerte, tu victoria?», si al fin, tragada por la Vida, será la Vida la que alcance la última y definitiva victoria? (1 Cor. 15; 54,55).

En la nueva Jerusalén, como narra el Apocalipsis (21,4) Dios enjugará todas las lágrimas, y no habrá en ella ni llanto, ni dolor, ni muerte.