Cuando parece que la realidad ha desbordado toda nuestra capacidad de sorpresa, las noticias de cada día no dejan de depararnos motivos para la indignación al tiempo que hacen inaplazable la necesidad de pronunciar una voz de alerta. En esta ocasión, me refiero a los elogios a la Constitución vigente salidos de la pluma de algún alto jerarca, para más escarnio, coincidiendo con la fiesta de la Patrona de España. Una vez más, desde el interior de la Iglesia, asistimos al debilitamiento y la ambigüedad de la enseñanza destinada a orientar las conciencias, olvidando así su deber, por mandato divino de decir a todos lo que obliga moralmente.
No comparto el entusiasmo de Monseñor Cañizares. Quizá porque tengo 41 años, nueve más que la Constitución española y este texto legal me produce el mismo apego sentimental que el Fuero Juzgo, la Pragmática Sanción o la Pepa. Y no me sirve de consuelo que a la generación de mis padres y de mis abuelos les invitasen un 6 de diciembre de 1978 a ratificar en plebiscito un texto que la mayoría no había leído ni tenía capacidad para entender y juzgar.
En 1969 D.Juan Carlos afirmó haber recibido de Franco la legimitidad política surgida el 18 de Julio
En 1969 D.Juan Carlos afirmó haber recibido de Franco la legimitidad política surgida el 18 de Julio
Para Cañizares, la Constitución de 1978 “sanó una nación, la nuestra”. Para un católico, y parece olvidarlo S.E., éste será siempre será el texto legislativo que, utilizado desde el poder, ha servido para hacer retroceder a España en todos los aspectos: político, económico, social, moral, nacional…
Para Cañizares, con la Constitución de 1978, España tiene la esperanza de un gran futuro, para mí su reemplazo por otra ley fundamental, utilizando todos los medios legítimos para ello, es condición necesaria para que dentro de unos pocos años podamos seguir hablando de España como marco de convivencia capaz de conservar su identidad manteniendo al tiempo un proyecto sugestivo de vida en común (en conocida expresión de Ortega).
Para Cañizares, con la Constitución de 1978, España tiene la esperanza de un gran futuro, para mí su reemplazo por otra ley fundamental, utilizando todos los medios legítimos para ello, es condición necesaria para que dentro de unos pocos años podamos seguir hablando de España como marco de convivencia capaz de conservar su identidad manteniendo al tiempo un proyecto sugestivo de vida en común (en conocida expresión de Ortega).
Ésta ha sido la Constitución del Retroceso político, porque ha privilegiado como forma exclusiva de representación a los partidos políticos. Lejos de arbitrar cauces para que una sana opinión pública intervenga en los asuntos que son de su competencia sin renunciar por ello a la misión rectora del Estado, la práctica de los partidos ha generalizado el abstencionismo y el desinterés por la política.
Retroceso económico, porque con independencia de las recurrentes crisis que nos han esquilmado durante estos años, todavía no hemos recuperado los índices que nos situaban a comienzo de la década de los setenta entre las naciones más desarrolladas.
Retroceso social, porque han desaparecido las clases medias, el más firme puntal de una sociedad moderna, al ser imposible o tener un costo inaccesible para la mayoría el ahorro, el acceso a la vivienda, la gestión de las pequeñas empresas, la estabilidad en el puesto de trabajo, la formación de una familia en los primeros años de la juventud…
Retroceso moral porque la Constitución de 1978 (una ley sin Dios) convierte al Estado en el principal agente de una ofensiva para el cambio de las mentalidades y además permite una tupida red de intereses y corrupción que genera un amplio entorno orientado en la misma dirección. En la España de la Constitución es posible la blasfemia subvencionada por el Estado.
Retroceso nacional porque carecemos de prestigio en el ámbito mundial y las Autonomías ha destruido cualquier referencia a un marco estatal común a todos los españoles. Ignoro qué brutal mecanismo manipulador ha podido convencernos de que tener una única lengua oficial y una estructura centralista de la administración (uno de los mayores avances del Estado moderno) es menos democrático que la Babel en que vivimos.
Como diría Romanones: ¡Vaya tropa!
Como diría Romanones: ¡Vaya tropa!
Por último, recordando lo ocurrido con ocasión de la reciente promulgación de la ley del aborto y el aval otorgado por la conferencia episcopal a la actuación del Jefe del Estado, conviene recordar lo contradictorio que resulta dar por bueno un sistema que lleva jurídicamente a efectos inadmisibles moralmente.
No se pueden eludir las responsabilidades más altas como si la intervención de los Poderes públicos se limitara a dar fe de la “voluntad popular” ni es posible en conciencia instalarse tranquilamente en un marco jurídico, sin hacer lo necesario por enderezarlo y por desligarse de responsabilidades que no se pueden compartir. Tampoco se puede dar por bueno ningún orden constitucional por el que la suprema Magistratura se vea obligada a sancionar leyes absolutamente inmorales. De todo esto, necesariamente, se derivan consecuencias que no se exponen a la hora de valorar moralmente el sistema político implantado en España en 1978 y, sobre todo, a la hora de orientar la actuación de los católicos en este marco.
Tres años antes de respaldar con su firma la Constitución de 1978, el actual Jefe del Estado juraba por Dios y sobre los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional.
No se pueden eludir las responsabilidades más altas como si la intervención de los Poderes públicos se limitara a dar fe de la “voluntad popular” ni es posible en conciencia instalarse tranquilamente en un marco jurídico, sin hacer lo necesario por enderezarlo y por desligarse de responsabilidades que no se pueden compartir. Tampoco se puede dar por bueno ningún orden constitucional por el que la suprema Magistratura se vea obligada a sancionar leyes absolutamente inmorales. De todo esto, necesariamente, se derivan consecuencias que no se exponen a la hora de valorar moralmente el sistema político implantado en España en 1978 y, sobre todo, a la hora de orientar la actuación de los católicos en este marco.
Tres años antes de respaldar con su firma la Constitución de 1978, el actual Jefe del Estado juraba por Dios y sobre los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional.
Ante afirmaciones como las de Cañizares, a un católico se le impone la obligación de elegir: una vez más, no cabe asumir de manera indiscriminada cualquier idea que sale de una testa mitrada.
Como ya dije en otra ocasión respondiendo a algunos de mis críticos, a mí también me gustaría poder estar de acuerdo con lo que enseñan los obispos y reproducir sus palabras con veneración y deseo de ser instruido en la verdad católica. Pero para eso harían falta tres cosas:
1. Que los obispos moderaran su irrefrenable tendencia a intervenir en medios y en temas que por su propia naturaleza están abiertos al debate y menos aún, expresando opiniones que son fácilmente recusables para un católico.
2. Que existiera un discurso coherente entre los diversos miembros del episcopado.
3. Que no estuviéramos inmersos en un proceso de crisis de la Iglesia que, a diferencia de lo ocurrido en otras etapas históricas, no se debe únicamente a los ataques externos sino, de manera predominante, a lo que Pablo VI llamó la “autodemolición”. Juan Pablo II no dudó en decir que el catolicismo en Europa se encontraba como en estado de “apostasía silenciosa” (Ecclesia in Europa).
Antes de su elección, el entonces Cardenal Ratzinger invitaba a contemplar lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia: “¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!” (Via Crucis del 2005, Novena Estación). ¡Qué lejos parecen quedar esas palabras cuando oímos a quienes ahora son sus más cercanos colaboradores!
Antes de su elección, el entonces Cardenal Ratzinger invitaba a contemplar lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia: “¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!” (Via Crucis del 2005, Novena Estación). ¡Qué lejos parecen quedar esas palabras cuando oímos a quienes ahora son sus más cercanos colaboradores!
A veces, para camuflar el fracaso de la Iglesia posconciliar se nos dice que tenemos que conformarnos con ser una minoría. En tal caso, la única alternativa posible pasa por ser una minoría inasequible al desaliento, anclada firmemente en la verdad, llamando a las cosas por su nombre, no admitiendo lo que no es lícito, juzgando las cosas por lo que son y no por lo que parecen o por lo que dicen los demás, por mucha autoridad de que parezcan revestidos.
Cuando no se hace así, cuando se actúa al estilo de Cañizares y de otros representantes oficiales de la Iglesia se acaba a medio camino del desprecio y de la persecución de ese mundo con el que intentan congraciarse.
Y es muy distinto caer en la irrelevancia que ser una minoría.