Don Francisco del Campo Real, canónigo penitenciario de la Santa Iglesia Prioral Basílica Catedral de las Órdenes Militares de Santa María Del Prado de Ciudad Real nos envía este interesante artículo que acaba de publicar.
José María Pemán y Pemartín, nació en Cádiz, 8 de mayo de 1897 y falleció el 19 de julio de 1981. Poeta, dramaturgo, escritor, articulista y orador español que se significó por su religiosidad. Fue director de la Real Academia Española en 1939 y desde 1944 a 1947.
Entre los libros que conservo en mi biblioteca he encontrado uno de este autor titulado Elegía de la tradición de España, publicado en Madrid, en 1933.
El Diccionario de la Real Academia presenta esta definición de elegía: «Composición poética del género lírico en la que se lamenta la muerte de una persona u otra desgracia y que no tiene una forma métrica fija».
Del prólogo de este librito extraigo unas páginas que recogen el mensaje que el autor quiere transmitir y la última de las cinco Elegías que componen el libro.
Está la atmósfera de España cargada de electricidad emotiva. Tiene -fragante de ozono y tierra húmeda- esa limpidez especial que, en las claras de las borrascas, deja ver hasta los últimos términos del paisaje. Se le ve ahora, como nunca, a España, por los entresijos de la borrasca política, la gloria pasada, con una dolorosa y nueva claridad. Y parece además, que todo -los ríos y el viento, la vida y la historia- estuviera inmóvil y callado, como en una emoción de espera. Todo esto parece que invita a rasgar esa atmósfera de cristal y silencio, con el compás de un nuevo verso viril y heroico: dicho en voz alta, con voluntad de lanzarlo, como una piedra, lo más lejos posible.
Ya sé que el gusto de hoy -y yo lo comprendo y lo comparto- se inclina hacia la poesía más pura y delgada, dicha, como a media voz, entre selectos. Pero no por eso debe dejarse de oír, en ciertos momentos, esta otra robusta y destocada poesía de multitudes y aire libre: poesía civil de ágora y asamblea, participante de las calidades de la oratoria, hecha para la declamación y la audición colectiva. Poesía es esta que ocupará siempre un lugar en el Arte: pero que además, y sobre todo, ocupará siempre un lugar en la vida: lugar de abuela, canosa y venerable, decidora de mitos, renovadora de recuerdos: aviso constante, en su reclusión hogareña, de la continuidad de las cosas.
Y este es momento de cantar así. Vivimos unas horas que, como enanos contra gigantes, se han amotinado contra los siglos. Diariamente se hiere el tronco de la tradición con hachazos de olvidos e infidelidades.
Yo he querido sencillamente, en estos versos que te ofrezco, lector, hacerte sentir un poco el valor de lo que ahora a España quieren arrancarle: no ya su valor ornamental y poético, tantas veces -y a menudo tan ñoñamente- cantado; sino su valor ornamental humano e individual, como elemento formativo del alma y el cuerpo de cada uno de los que nos llamamos españoles. Porque no somos los hombres átomos sueltos ni plumas al azar del aire. Somos gotas de un río y espigas de un trigal: trigal y río, con sus vallados, sus márgenes y su nombre propio. Cada uno de nosotros es quien es -y no otro- por aquello que, sobre su simple esencia abstracta de hombre, le han dado, al nacer, desde fuera, los padres, la tierra, los siglos y las cosas. Por eso cuando España se estaba haciendo, en su historia, se estaba haciendo algo de cada uno de nosotros. Por eso, herir la tradición y el pasado, no es alancear un cadáver, sino herir algo vivo en nosotros mismos. Se ha cantado demasiado la tradición como muerte: yo he querido cantarla como vida.
Esto es lo que he procurado decir en mis versos. Mejor dicho, lo que he procurado hacer sentir y hacer vislumbrar. Porque la palabra, si logra ser poética, más que decir, alude, invita y señala, frente a una celeste lejanía.
No son estos, pues, versos de guerra. Son, más bien, versos de dolor y de súplica. Piden paz, comprensión y tolerancia. Abogan, sin odio y sin ira, por las esencias de España.
Va esta Elegía dedicada, al margen de toda política de partidos, a todos los españoles mis hermanos, que en esta hora, sientan el dolor de la tradición de España; a todos los que sientan el pasado vivo en su presente, y sientan, por sus venas, la memoria fluida de la España una, grande, hidalga y católica. Casi me atrevo a decir que va dedicada a todos los españoles. Porque el que, de un modo o de otro, no sienta algo de estas cosas o reniegue de ellas, me parece que es un español dimitido.
Estamos en momentos de grandes decisiones. Se quieren resolver en horas cosas que pertenecen a los siglos. Se quieren acallar con las cuatro palabras de un precepto legal, episódico, las voces de los muertos.
Por eso yo he querido lanzar al aire este grito. Grito de dolor, de súplica y también de advertencia. Quiera Dios que sea oído. Mejor dicho, que contribuya, en su modestia a robustecer la voz unánime y nacional que debe hacerse oír. Si no ocurre así, y los que amamos la tradición llegamos a sufrir el destierro dentro de España misma, servirán, al menos, estos versos, para llorarlos, como salmo de dolor, a orillas de los ríos de España.
Recoge poéticamente esta exposición en la última de sus elegías:
Me siento solo. Triste y amarilla,
la puesta del sol arde
sobre los montes. Brilla
la hoguera a los lejos; la corneja chilla…
iTengo miedo, Señor, en esta tarde
nublada sobre el campo de Castilla!
Señor, Señor:
¡por todas esas cruces
que disparan al cielo
los campos españoles!
¡Por los tibios resoles
y las luces
azules y violetas
del sol del pueblo sobre el campanario!
¡por la ermita, entre chopos, junto al río!
¡por el avemaría del rosario
del alba, rosa blanca, entre el rocío!
¡por la luz y las flores
y los siete puñales
de la Virgen que llora, entre cristales,
con lágrimas de cera, sus dolores!
¡por el Pilar y Atocha y la Almudena
y Regla y Setefilla:
por la Esperanza y por la Macarena!
¡por la luz misteriosa de la noche
santa y amarga de la maravilla!
¡por la seda y el oro y el derroche
gitano de los pasos de Sevilla!
¡por todas esas flores
de la casa paterna!
¡por toda aquella tierna
fe de nuestros mayores!:
¡en esta hora de angustias y dolores,
piedad, Señor, para la. España eterna!
¡Piedad, Señor, para los malhechores
que riegan sal y ortigas por los suelos!
¡Pon los siete colores
de tu arco de perdón sobre los cielos!
¡Hunde en el polvo el odio y la arrogancia
¡Siembra rosas de olvidos y perdones
y unge de compasión y tolerancia
labios y corazones!
¡Danos la paz! ¡Acerca a los hermanos!
¡Abre acequias de amor en los secanos
y pon el agua de la Vida en ellas!
¡¡Tú, que tienes el viento y las estrellas,
Señor de los Señores, en tus manos!!
José María Pemán. Diciembre 1931