Porque preservaste a la Virgen María
de toda mancha de pecado original,
para que en la plenitud de la gracia
fuese digna madre de tu Hijo
y comienzo e imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo,
llena de juventud y de limpia hermosura.
Purísima había de ser, Señor,
la Virgen que nos diera al Cordero inocente
que quita el pecado del mundo.
Purísima la que, entre todos los hombres,
es abogada de gracia y ejemplo de santidad.
Por eso con los ángeles y los santos,
“Porque preservaste a la Virgen María
de toda mancha de pecado original,
para que en la plenitud de la gracia
fuese digna madre de tu Hijo”.
El Señor preparó el cuerpo y el alma de Santa María para la venida del Verbo, para que el Verbo entrase en el santuario y allí tomase la carne humana de la carne virginal de Santa María. María, elegida, Señora, recibe gracia tras gracia, preservada del pecado original, de la concupiscencia y las tendencias heridas del corazón. ¡Toda Santa!
“Y comienzo e imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo,
llena de juventud y de limpia hermosura”.
María es el tipo teológico de la iglesia; lo que María es significa lo que la Iglesia está llamada a ser –y lo de María y lo de la Iglesia realizado en cada alma-. Como María es la más limpia hermosura, llena de juventud y alegría en la entrega, disponibilidad... así la Iglesia, siempre renovándose, dando la primacía a la Gracia, se rejuvenece y embellece para su Esposo Amado, Jesucristo.
Cita aquí el prefacio un bellísimo y hondo texto del Concilio Vaticano II:
“Purísima había de ser, Señor,
la Virgen que nos diera al Cordero inocente
que quita el pecado del mundo.
Purísima la que, entre todos los hombres,
es abogada de gracia y ejemplo de santidad".
El Cordero Cristo, sin defecto ni mancha, Cordero pascual, había de nacer de una mujer, bajo la ley, toda Santa, limpia, en Virginidad de corazón y de cuerpo. Todo en ella es Belleza de la Gracia. Para Cristo, Madre santa; para nosotros, Madre, abogada de gracia, ejemplo de santidad, consuelo y aliento en nuestra esperanza.
Así la Iglesia canta con su liturgia lo que la fe de la misma Iglesia expresa sobre María:
Pero el Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de la Madre predestinada, para que de esta manera, así como la mujer contribuyó a la muerte, también la mujer contribuyese a la vida. Lo cual se cumple de modo eminentísimo en la Madre de Jesús por haber dado al mundo la Vida misma que renueva todas las cosas y por haber sido adornada por Dios con los dones dignos de un oficio tan grande. Por lo que nada tiene de extraño que entre los Santos Padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la Anunciación como «llena de gracia» (cf. Lc 1, 28), a la vez que ella responde al mensajero celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con El y bajo El, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. Como dice San Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano». Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él en su predicación que «el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la virgen María mediante su fe» y comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes», afirmando aún con mayor frecuencia que «la muerte vino por Eva, la vida por María» (LG 56).
Santa María, inmaculada en su concepción, es el modelo y transparencia de la Gracia: nos indica, en el Adviento, cómo prepararnos y aguardar al Señor.