Ayer tuve una conversación de lo más interesante con unos amigos casados por lo civil que no son cristianos, en la que me vi en la tesitura de defender la moral cristiana matrimonial.

No hace falta llevar años en la Iglesia para haber experimentado una situación en la que empiezas hablando de Dios con la gente, y acabas discutiendo sobre relaciones prematrimoniales, contracepción y las mil maldades de la Iglesia.

Yo suelo evitar estas discusiones, porque sé que no llevan a ningún lado y que no hay nada que ganar en ellas, pues como dice el aforismo, contra principia negantem, non est disputandum.

Los dogmas de esta sociedad en la que vivimos bien se encargan de eliminar toda posibilidad de una reflexión seria acerca de la propuesta cristiana, pues generan en las personas una sorprendente incapacidad de ver más allá del uso del preservativo.

En una sociedad en la que más del 50% de matrimonios se rompen y donde la familia está siendo destruida, generando dolor, soledad e incomprensión entre millones de seres humanos, la gente tiene la inocencia de pensar que la propuesta que les hace el mundo no es sospechosa de producir infelicidad.

Y lo duro de todo esto no es lo que la gente haga en la intimidad de su alcoba, sino las consecuencias que tiene toda una concepción de la sexualidad y de la libertad de la persona, que nos lleva a estar instalados en lo que Juan Pablo II definió una cultura de la muerte, que a todas luces está dando un fruto nefasto para las personas y la sociedad actuales.

El caso es que, a duras penas, la conversación con mis amigos se recondujo hasta un clímax en el que pude hablar con ellos de la grandeza de la propuesta cristiana para el matrimonio, en la unidad de cuerpo y alma que supone vivir la interdonación y la fecundidad dentro de una paternidad responsable.

En el fondo sabían de lo que les hablaba, pues ahora que son padres, no cambiarían lo que tienen por una vida de solteros y eternos adolescentes como la que la sociedad nos impone vivir hoy en día.

Entonces me di cuenta de que el argumento definitivo para la gente de hoy nunca será el que den los libros de moral, ni los estudios sobre el matrimonio cristiano, ni un Magisterio demonizado por la cultura actual.

 El único argumento posible, cuando la razón está cerrada y el corazón está embotado, es el del testimonio; el de la fascinación que experimentaban los antiguos al decir con admiración de los cristianos: “¡mirad cómo se aman!.

Y de eso nos pusimos a hablar, del ideal del amor cristiano, inasequible al desaliento, fiel a sus promesas, responsable en la paternidad, y comprometido hasta el final.

Pero ahí no acabó la cosa.

Después de estar más o menos de acuerdo en que el ideal cristiano podía ser hermoso y aportar algo a la sociedad, el argumento que me dejó clavado fue el siguiente:

Si eso es lo que propone la Iglesia, ¿por qué no lo viven los cristianos?; ¿por qué se casa a cualquiera que lo pida?”

Y la verdad es que tenían toda la razón del mundo.

 Creo que hemos rebajado el sacramento del matrimonio, como lo hemos hecho con muchos otros, al administrárselo a cualquiera que lo pida, sin importarnos más que la formalidad, el quedar bien o la estadística.

Sé que no es una cuestión fácil, y que se intenta paliar con los cursillos prematrimoniales, pero en ella nos estamos jugando la credibilidad de la Iglesia.

La Iglesia no se puede contentar con tener un 80% de personas que se declaran católicas en España y sólo tienen intención de acudir a la iglesia, en el mejor de los casos, para bautizarse, casarse o enterrarse.

La pastoral de padres de bautizandos y de novios en preparación para el matrimonio, no puede pasar por alto el hecho de que la gente, por lo general, ni está convertida, ni quiere vivir de una manera distinta a la del mundo.

No podemos conformarnos con sacramentalizar a la gente, permitiendo un mal uso del sacramento, por motivos sociales, culturales o estéticos.

Tampoco es una razón suficiente que la gente esté bautizada y lo pida; el sacramento requiere de una predisposición de fe en la persona. Y si no, que se lo digan a los catecúmenos de la Iglesia primitiva, que pasaban años hasta acceder a la plenitud de la práctica sacramental.

Me lo decía hace poco un sacerdote hablando de su diócesis, donde estaban pensando en aprender a decir “no” a la gente, para darles la oportunidad de hacer un camino en la fe, en vez darles un sacramento sabiendo que no van a volver a pisar la iglesia en veinte años.

En el fondo, como decía mi amiga, no estamos siendo fieles al modelo que pretendemos encarnar, y eso nos está causando una grave pérdida de credibilidad.

Hay gente en la Iglesia que ha querido recuperar esa credibilidad conformándose a la mentalidad del mundo, rebajando el ideal, abriendo la manga en todas esas cuestiones tan incómodas de discutir y de “vender” a la gente de hoy.

Para mí ese nunca será el camino, y si no, basta mirar lo que hay afuera, lo que es esta sociedad, para darse cuenta de que ahí no hay ningún modelo a seguir.

El camino pasa por un replanteamiento de quiénes somos, para poder redescubrir la grandeza de la fe de la que somos depositarios.

El mundo, que tanto nos critica, en el fondo es lo que nos está exigiendo: ser genuinos y consecuentes, sin rebajar lo que somos, por más que no esté de moda.

No son cuestiones fáciles, y nos jugamos mucho en ellas…ojalá que hoy en día tuviéramos la coherencia que tenían los primeros cristianos, para que así el mundo creyera, y de nosotros se pudiera decir siempre esto:

 

 Todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar. Nadie consideraba suya ninguna de sus posesiones, sino que las compartían. Los apóstoles, a su vez, con gran poder seguían dando testimonio de la resurrección del Señor Jesús.

La gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre todos ellos, pues no había ningún necesitado en la comunidad. Quienes poseían casas o terrenos los vendían, llevaban el dinero de las ventas y lo entregaban a los apóstoles para que se distribuyera a cada uno según su necesidad.
”  (
Hechos, 4, 32-35)