Como pasaba con el cementerio de libros olvidados que Carlos Ruiz Zafón nos hizo imaginar en La sombra del viento, hace un par de domingos descubrí que también en nuestras ciudades existen lugares donde se atesoran las personas y los recuerdos de nuestros curas retirados, de quienes ya pocos tienen memoria.
Fue gracias a un amigo sacerdote de mi edad que estaba de visita en Madrid y paraba en la Residencia Sacerdotal San Pedro, ubicada en la madrileña calle de San Bernardo, donde conviven curas “transeúntes” (que están de paso) con sacerdotes ya jubilados.
Me invitó a comer con ellos, y fue para mí toda una sorpresa encontrarme en un lugar donde el que menos nos sacaba treinta años, cuando no cincuenta e incluso más.
La comida fue de lo más interesante, pues nos tocó compartir mesa con un obispo de Guinea y un sacerdote de Mondoñedo (ambos aún en activo), un diácono permanente de Huelva y un sacerdote madrileño de ochenta y siete años, lleno de ingenio y de ganas de hablar.
Este sacerdote mayor estaba en nuestra mesa, la de los visitantes, pues aunque vivía solo, iba a comer a la residencia todos los días, a buen seguro que en busca de un poco de compañía humana y compadreo con sus colegas sacerdotes, retirados como él.
Sordo como una tapia y extrovertido como un adolescente, la comida transcurrió entre chascarrillos de unos y otros, intercalados con conversaciones más o menos serias, donde nuestro decano de mesa hablaba del Concilio Vaticano como si hubiera sido antes de ayer.
Yo estaba fascinado viendo los rostros de los sacerdotes que llenaban el comedor, que sería igual que el comedor de cualquier residencia geriátrica, de no ser por ese algo tan especial que destilaba el ambiente.
Mi imaginación bullía pensando en cuántas historias interesantes habrían vivido, cuántas personas habrían ayudado, cuántos cientos de miles de misas habrían celebrado. Algunos eran escritores, periodistas, otros párrocos, coadjutores, secretarios, vicarios, jueces eclesiásticos, y mil oficios más, comprendidos dentro de su labor de ser sacerdotes.
De pronto vi a don Serafín, un sacerdote que durante años atendió la parroquia de Nuestra Señora del Carmen en Pozuelo de Alarcón, de quien ni siquiera recuerdo su apellido.
Yo le veía siempre confesar y decir la misa a diario, muy santo y ensotanado, todo serio, imagen que me había formado de él sin conocerlo pues aquella no era mi parroquia. Hasta que un día le conocí por alguna cosa de la vicaría y pude ver también que tenía un gran sentido del humor y una humanidad muy cercana.
Siempre me pareció un cura de otra época, y me llamaba la atención la perseverancia con la que se arrodillaba ante el sagrario cada vez que pasaba delante del mismo, incluso durante la Misa, lo cual me parecía cada vez más admirable conforme se iba haciendo más mayor.
Me conmovió encontrarlo allí, retirado y apartado de todo oficio, y empecé a pensar en lo rápido que olvidamos a los sacerdotes cuando se retiran, pues nunca me había preguntado qué habría sido de él.
La gente “normal” tiene hijos y nietos o familiares que en condiciones normales se acuerdan de ellos y los honran, haciendo de su vejez algo llevadero, colmándolos de ilusiones nuevas en una edad en la que es tan fácil dejarse ir por el cansancio y los años.
Los sacerdotes, que han sido padres, hermanos, amigos y compañeros; que han gastado sus horas en atender enfermos, pecadores, moribundos, solitarios, necesitados, y también algún que otro pesado, son de esa raza de gente que no se retira hasta que no pueden más.
¿Cómo retirarse de un trabajo como el de ser sacerdote?
Eso lo puede hacer un ingeniero, un abogado, un empleado, un maquinista o un comerciante; un día se cansan de su trabajo, y deciden disfrutar de su pensión y de su familia. Al final su trabajo no era más que un medio de vida, por más que coincidiera con su pasión, o al menos les sirviera de entretenimiento u ocupación.
En cambio los sacerdotes, son su trabajo, y su trabajo son ellos; porque su persona y su trabajo son una misma cosa, sin que venga a cuento hablar de pagas, salarios o jubilaciones, porque hay cosas que no se pagan por dinero, como la de trabajar “a sueldo” y en la “nómina” de Jesucristo, siendo eso, Jesucristo entre los hombres, alter christi, persona de Cristo.
Pensaba yo en todo eso mientras comía, y me sentía apenado, a la vez que orgulloso, de esa comunidad de santos y joviales locos, que lo habían dejado todo por Cristo hacía décadas, y ahora estaban retirados, viviendo en la humildad y el anonimato que da el que no se acuerden de uno.
A buen seguro que muchos tienen aún familiares, amigos y alguna que otra ocupación “furtiva” como decir Misa a algunas monjitas, o escribir ese tratado de espiritualidad para el que nunca tuvieron tiempo cuanto estaban activos, de tanto que trabajaban.
Son gente que, con sus defectos y sus virtudes, han corrido la carrera, y han perseverado en la gracia y vocación recibida, siendo bendición para muchísimos, sin pedir nada a cambio.
Quizás a ninguno de ellos le toque trabajar hasta el final como a nuestros papas, ni sea un cardenal de los que votan en los cónclaves hasta los ochenta años. Quizás no salgan en la prensa, ni tengan ya fuerzas para escribir libros de madurez, ni puedan atender a los necesitados porque ellos necesitan ahora ser atendidos.
Lo que es seguro es que poca gente, siendo tan olvidada de todos, será tan especial para Jesucristo, que un día los llamó amigos y los hizo partícipes de su ministerio.