Con motivo de la visita del Papa a España como en cualquier otra visita, hay siempre toda una serie de planteamientos sobre la Iglesia y el comportamiento de los católicos reclamando una serie de derechos que se pretenden conseguir. De ahí el título de este artículo.
Mi respuesta es que la Iglesia no sólo da la impresión de no ser democrática, sino que no lo es. Sin embargo ya quisieran muchos tener en sus respectivas asociaciones civiles y políticas, la misma libertad que se tiene en la Iglesia para hablar de su propio grupo o partido. Lo que a veces hace la Iglesia es no autorizar a alguien para que hable o enseñe «en nombre de la Iglesia» o retirarle la autorización, si ya la tenía, cuando actúa en desacuerdo con lo que está enseñando la Iglesia.
Nadie puede pretender que la Iglesia dé por bueno todo lo que se le ocurra decir a un teólogo, por mucho prestigio intelectual que pueda tener. Cada uno puede decir lo que crea conveniente, pero a título personal. Pero si se habla en nombre de la Iglesia hay que jugar limpio y enseñar en sintonía con lo que ella enseña. Lo menos que la Iglesia puede hacer es retirarle la confianza. Aunque algunos pongan el grito en el cielo cuando se da algún caso de este tipo.
Y es lógico también que si a alguien le retiran la confianza para enseñar en nombre de la Iglesia, lo menos que debería hacer es plantearse muy seriamente si lo que está diciendo, escribiendo o enseñando es correcto, tanto a nivel de fe personal como a nivel de actuación pública.
Hay quienes, al hablar de la Iglesia, lo hacen de tal manera que dan la impresión de no pertenecer a ella, y dan la impresión de pretender sustituir a los que han sido puestos por Dios como pastores de la Iglesia, por otros líderes que serían, en última instancia, quienes irían marcando a los demás el rumbo a seguir.
Ya sabemos que según la concepción democrática de la sociedad, la soberanía está en el pueblo y el pueblo la delega en quienes, en su nombre, gobiernan o dirigen la vida social. Lo cual no quiere decir, desde luego, que en la democracia funcione todo debidamente y que no haya abusos y favoritismos y manejos inconfesables de los dirigentes políticos y sociales. La democracia tampoco es, ni mucho menos, la piedra filosofal para una vida social en justicia y en igualdad. También hay mucha instrumentalización.
En la Iglesia, la soberanía no está en el pueblo sino en Jesús; es decir, la Iglesia no se constituye desde la base con una aceptación de determinados compromisos y con la creación de derechos y deberes. La Iglesia ha sido instituida por Cristo para salvar a los hombres. Cristo es quien le ha dado una determinada estructura a la que la Iglesia ha de permanecer fiel sin poderla cambiar. A cada uno nos ha llamado gratuitamente y nos ha asignado nuestro puesto en la Iglesia; puesto al que hemos sido llamados, sin elegirlo nosotros por nuestra cuenta.
Es el Señor quien distribuye las misiones y las tareas en la Iglesia según le place. Todo en la Iglesia es gracia y elección; nadie tenemos derecho a una misión o a un puesto determinado en ella. Nadie tenemos derecho a ser sacerdote u obispo, o papa o consagrado. Es Dios el que llama y el que nos asigna a cada uno una tarea a realizar y el que nos capacita para actuar en la Iglesia en el nombre de Jesús.
Otra cosa es que los pastores de la Iglesia actúen siempre correctamente. En tiempos muy recientes están apareciendo actitudes lamentables y hechos escandalosos y delictivos en personas consagradas. Pero otra, distinta es la responsabilidad que cada uno tenemos en la Iglesia.
Indudablemente puede haber abusos de poder o de autoridad; los ha habido, los hay y los habrá. Lo que no es correcto es que alguien se constituya en autoridad porque haya habido determinados abusos; aparte de que esto sería una usurpación de algo que no le pertenece a uno. Ni se garantizaría la desaparición de los abusos ni se tendría la seguridad de que no aparecerían otros mucho más graves.
Hemos de ser muy conscientes de que es el Señor quien va dirigiendo a su Iglesia en su peregrinar. Hay que estar a la escucha del Señor para ver qué es lo que está queriendo de nosotros, y hay que estar disponibles y dispuestos para cumplirlo. La conversión personal y el compromiso por la unidad es lo que nos pide el Espíritu al asignarnos cualquier responsabilidad en la Iglesia. Y es lógico también que si a alguien le retiran la confianza para enseñar en nombre de la Iglesia, lo menos que debería hacer es plantearse muy seriamente si lo que está diciendo, escribiendo o enseñando es correcto, tanto a nivel de fe personal como a nivel de actuación pública.
Lo grande de la Iglesia es que somos igualmente importantes el Papa y cualquier otro cristiano del que nadie ha oído hablar. La categoría de cada uno viene marcada por la fidelidad a lo que Dios nos va pidiendo en cada momento y en cada situación concreta. Una sencilla mujer de su casa, madre y esposa, sin ningún relieve ni prestigio social, sin estudios y sin fama, ha dado de sí más que lo que podamos dar entre todos los que hemos sido llamados a formar parte de la Iglesia. A esa mujer sencilla y humilde, la invocamos todos como Madre de la Iglesia al mismo tiempo que como Madre de Dios.
José Gea