“El ciego soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: Maestro, que pueda ver. Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha curado. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.” (Mc 10, 46-52)
El ciego Bartimeo era un enfermo que sufría y quería dejar de sufrir, quería recobrar la vista. Por eso se atrevió a molestar a Jesús. Llegó incluso a enfadar, con su insistencia, a los que acompañaban al Maestro. Bartimeo tenía, pues, tres características: Estaba ciego y lo sabía, le dolía estarlo y quería curarse, y puso los medios para conseguirlo.
Si el caso de Bartimeo lo trasladamos a la ceguera moral, tan frecuente hoy, vemos que las características de aquel hombre no se suelen dar ahora. En primer lugar, la gente se niega a reconocer que está ciega, es decir que se niega a aceptar el criterio moral de la Iglesia y prefiere decir que lo que le conviene es bueno aunque en realidad sea malo. En segundo lugar, como no se quieren reconocer como ciegos, no les duele y no buscan curarse. Por eso precisamente no se curan. Se puede decir, por lo tanto, de muchos hombres y mujeres de nuestra época que no hay peor ciego que el que no quiere ver, a lo que habría que añadir que si no se quiere ver es porque no les conviene ver.
Imitemos a Bartimeo. Reconozcamos nuestros pecados. No nos importe que sean abundantes o reiterativos. La misericordia de Dios es infinita y no hay culpa que no pueda ser perdonada. Dios está deseando curarnos las veces que haga falta. Sólo espera que se lo pidamos, con insistencia y con humildad.