Lo que ha ocurrido esta semana en la Iglesia no es un asunto menor. Al contrario. La cosa empezó con la publicación de una nota de Doctrina de la Fe, presidida por el neo cardenal Ladaria, que prohíbe a la Conferencia Episcopal alemana llevar a cabo su propósito de dar la comunión a los luteranos casados con católicos. La carta dice explícitamente que está aprobada por el Papa, con lo cual se deja claro que Ladaria no se ha lanzado a la piscina sin haber conseguido el permiso de su superior.
A partir de ahí se produjeron dos reacciones en Alemania. La primera del cardenal Marx, presidente de esa Conferencia Episcopal, amigo del Pontífice e integrante del grupo de cardenales que le asesora: el G9. Este manifestó su disgusto con esa prohibición, a la que calificó de sorprendente, porque el Papa les había pedido que, si fuera posible, llegaran a un acuerdo entre los obispos alemanes, dado que siete estaban en contra de la intercomunión. Ese acuerdo, según Marx, pensaba ofrecerse a los “disidentes” en la próxima Plenaria del Episcopado. Por supuesto, Marx omitió deliberadamente en su nota que el Papa había dicho también que lo que se aprobara en Alemania debía tener valor universal y, de hecho, él mismo había declarado semanas anteriores que si no se llegaba al acuerdo, cada diócesis haría lo que quisiera.
Dos días más tarde intervino monseñor Feige, obispo de Magdeburgo y presidente de la Comisión Episcopal de Ecumenismo. Sus palabras fueron, simplemente, durísimas. Habló de “desilusión”, “amargura”, “daño imprevisible” e insinuó que los fieles van a hacer lo que quieran al margen de lo que diga el Papa. Sobre todo, concluye la nota publicada en la web oficial del Obispado, Feige se pregunta por qué el Papa actúa ahora así y no lo hizo con la misma rotundidad cuando los obispos alemanes decidieron dar la comunión a los divorciados vueltos a casar. Lo mismo que antes había hecho el cardenal Marx, el obispo de Magdeburgo oculta deliberadamente que en la “Amoris Laetitia” jamás da el Papa ese permiso y se limita a decir que algunos casos particulares podrían ser estudiados y dar paso a esa comunión; lo que los obispos alemanes hicieron fue una lectura de la “Amoris Laetitia” en ruptura con la tradición y generalizaron esa comunión.
El resultado de todo esto es que la Iglesia alemana, que parecía haber marcado el paso al Papa y al conjunto de la Iglesia en este pontificado, se ha visto desairada y ha reaccionado con dureza e incluso con asomos de amenazas y rebeldía. La “sorpresa” manifestada por el cardenal Marx va más allá del rechazo a la comunión de los protestantes y expresa el sentimiento de la mayor parte de los obispos alemanes al ver que, por primera vez, no les dan la razón y les piden que sigan siendo fieles a la tradición católica, que ellos quieren hacer desaparecer.
Ahora hay que esperar a ver cuáles serán las consecuencias por ambas partes. El Santo Padre se ha visto enfrentado públicamente por obispos que se contaban entre sus más encendidos defensores. Estos obispos, acostumbrados a hacer lo que querían y quizá afectados del viejo pecado alemán del supremacismo, se sienten traicionados por un Papa que, según creen ellos, les podría deber incluso el mismo pontificado. El Papa no puede ceder y ellos, probablemente y dada su psicología, tampoco lo harán.
Paralelo a esto está la cuestión de cómo ven los medios de comunicación lo que está ocurriendo. No es casualidad que la revista “Micromega”, referente de la izquierda italiana, haya publicado esta semana duras críticas contra el Papa, mostrando su desilusión con él por no haber avanzado más en las reformas de la Iglesia que, según ellos, había prometido. El Papa no ha llegado al “todo vale” y eso les decepciona.
Y falta aún otro asunto, el destino del llamado G9, el grupo de cardenales que asesora al Papa. Se especula con la posibilidad de que la reunión que tendrá lugar dentro de unos días sea la última y que, a continuación, sea disuelto. De ese modo el Papa evitaría sacar de él a determinados cardenales más o menos afectados por acusaciones de pederastia y también dejaría de enfrentarse abiertamente con algunos amigos, como el cardenal Marx, que habrían dejado de serlo.
¿Qué harán ahora los comentaristas que elogiaban al Papa y que nos acusaban, a los que defendíamos la interpretación de sus enseñanzas con un criterio de continuidad, de ser traidores al Pontífice y habernos convertido en sus enemigos? ¿Desde el momento en que el Papa no diga lo que ellos quieren oír, le obedecerán y apoyarán o le criticarán como hicieron con sus predecesores? Ahora se verá si los autoproclamados amigos del Papa eran tales o sólo oportunistas que se servían de él para sacar adelante sus ideas.