Me adentro en el tema que voy a tratar con mucha cautela, pues hoy en día no es nada fácil ponerse a hablar de ciertas cosas en la Iglesia sin que a uno lo tachen de tremendista, de falto de sentido natural o de progre al uso.
Por si tuviéramos poco con la que nos está cayendo desde fuera en forma de secularismo intransigente y laicista, tenemos además que preocuparnos de que no nos alcance el “fuego amigo”, aquel que viene de dentro de nuestra propia casa.
Así, aunque a veces sea divertido y estimulante encontrarse con una sana “oposición” cibernética, si te paras a pensarlo, resulta triste tener que estar peleando con los propios todo el día, sobre todo cuando hay tanta tela que cortar en el mundo de increencia o que nos rodea.
El caso es que en el ambiente eclesial que nos toca vivir, una de las cosas que percibo, y que más me llaman la atención, es el “desconcierto de los buenos”- aquellos que cumpliendo sus deberes religiosos y siendo obedientes al magisterio de la Iglesia, ven como las iglesias envejecen y se vacían a marchas forzadas, sin que nada parezca poder remediarlo.
Más de una vez he escrito acerca de cosas tan obvias como el hecho de que tenemos una feligresía muy mayor y la abnegada fidelidad de sacerdotes que se desviven atendiendo a más parroquias de las que razonablemente podrían pastorear. La catequesis no llega, los sacramentos no parecen servir más que a los que están dentro, y las conversiones escasean.
Ante esta situación es difícil no desesperarse, aburrirse, cansarse o simplemente pasar de todo, pues hace falta mucha fe para mantenerse fiel todos los días con tan pocos resultados tangibles – que no sobrenaturales, los cuales para nada pongo en duda.
Sería muy interesante hacer un estudio de calle, preguntando a la gente que aún queda dentro de la barca de Pedro, pastores y feligreses, agentes de pastoral y simples fieles, qué es lo que creen que está pasando; estoy seguro de que en muchos casos nos encontraríamos con respuestas confusas.
Para algunos el problema es volver a las sotanas y el latín, demoliendo el Concilio Vaticano II; otros querrán echarse en brazos del mundo y su mentalidad; algunos incluso hablan de final de los tiempos y la gran apostasía que está llegando.
Al final no son más que respuestas teóricas pues, se abogue por una postura u otra, el hecho constatable es que estos análisis no tiene el aval de los resultados de quienes los hacen.
En efecto, muy pocos grupos, órdenes o movimientos están en condiciones de decir que en medio de la crisis a ellos les va bien - sólo si pensamos que la dimensión misionera de la Iglesia es fundamental a la misma, claro, pues si no, estar enrocado en el propio castillo es estar de maravilla, por más que se esté más solo que la una.
Por supuesto hay respuestas, hay esperanzas, hay iniciativas. A la vez se sobrevalora los movimientos sin darse cuenta de que muchos apenas crecen, cuando no menguan, pues tienen evidentes síntomas de agotamiento.
Se busca llegar a la gente, eso sí, y algunos ponen todo el acento y la esperanza en eventos como las Jornadas Mundiales, sin querer ver la marginalidad del fenómeno, sobre todo si comparamos todos los que están con los que podrían estar. A estadísticas sobre la religiosidad de los jóvenes como las de la Fundación Santa María me remito y que luego me digan en qué parroquia se pueden ver cada domingo los “millones” de jóvenes que se ven en las JMJ.
Pará mi todas estas cosas están confusas, entremezcladas, alborotadas, porque tienen elementos muy verdaderos y necesarios, pero se siguen moviendo en el paradigma de una iglesia de hace treinta años, no la que nos toca vivir hoy en día.
Un ejemplo clarísimo de la confusión reinante es la falta de interiorización del magisterio tan abundante que ha salido de nuestros pastores acerca de la Nueva Evangelización.
Por mucho que se haya hablado del tema, nada tan obvio como pensar que si en las tres décadas que se nos lleva pidiendo re-evangelizar Europa se sigue salvaguardando la misma estructura pastoral que cuando las iglesias estaban llenas, muy difícilmente vamos a ver una renovación, pues por mera matemática, no va a dar tiempo a hacer cosas nuevas.
Nueva Evangelización sí, todos la quieren pero, ¿alguien sabe cómo llevarla a cabo?
No es mucho suponer pensar que habrá que mover ficha, poner los pesos pesados a trabajar en la pastoral de alejados, podar muchas ramas ya marchitas, y atreverse a dejar de apuntalar edificios decrépitos y anacrónicos que inevitablemente van a acabar derrumbándose, concentrándose en los que aún podemos salvar.
A este respecto, ojalá el nuevo Dicasterio para la Nueva Evangelización sirva para ventilar un poco la habitación y traer nuevos aires.
Es mucho mejor tomar decisiones valientes cuando aún se pueden tomar por propia voluntad, que hacerlo cuando no queda más remedio, forzados por las circunstancias, la falta de medios humanos y económicos, o el agotamiento producido por tanto esfuerzo “apuntalador”.
Aunque a veces me parezca que me repito demasiado, pienso que al final las cosas son más simples de aquello en lo que las hemos convertido: no se puede echar vino nuevo en odres viejos, ni vino viejo en odres nuevos.
La práctica pastoral que mantenemos, basada en una catequesis y unos sacramentos que presuponen la fe del sujeto, que es suplida por una familia creyente en tanto el catecúmeno no se confirma, es algo a todas luces desfasado de la realidad circundante.
Aún así seguimos actuando como si esa fuera la realidad.
Se bautiza y se casa a cualquiera, pero todo el mundo sabe que en muchas ocasiones se hace por apariencia social. Se quiere paliar el abandono masivo de jóvenes adelantando el momento de la confirmación, pero se pierden igualmente una vez confirmados. Toda la carne se pone en el asador de la práctica sacramental y su catequesis, olvidándose el kerigma y la predicación primera, el fundamento del edificio.
No es que el edificio pastoral sea malo, no es que sus elementos no sean válidos; simplemente no parte del paradigma adecuado, pues vivimos en la postmodernidad y en la increencia, por más que algunos quieran retrotraer las cosas a Trento y al Concilio Vaticano I.
Y el caso es que no hace falta echar a perder el vino viejo, sino más bien atesorarlo en odres adecuados y dejar que el vino nuevo fermente en barricas hechas a su medida. Así, como nos dice la Palabra, ambos son preservados
«Nadie echa tampoco vino nuevo en pellejos viejos; de otro modo, el vino nuevo reventaría los pellejos, el vino se derramaría, y los pellejos se echarían a perder; sino que el vino nuevo debe echarse en pellejos nuevos. Nadie, después de beber el vino añejo, quiere del nuevo porque dice: «El añejo es el bueno.» (Lc 5, 37-39)
Los que saben de vino conocen la utilidad de las barricas viejas para dar sabor al vino, la virtud de la constancia de una tradición y de una manera de hacer las cosas. Pero también saben retirar una barrica a tiempo, cuando su tiempo de vigencia ha expirado, y así siempre están en ese ciclo constante de tradición y renovación, que no es otra cosa que la necesaria evolución de las cosas.
A lo mejor, como dice Jesús, el problema es que los que han probado del vino viejo, no quieren saber nada del nuevo…
El “desconcierto de los buenos” viene cuando aplicamos el paradigma anterior a una realidad con la que no se compadece, sin darnos cuenta de que así las cosas no pueden funcionar. Cuando esto sucede, todo elemento nuevo y diferente es mirado con desconfianza y catalogado de amenaza a la primera de cambio.
Pero el problema no son los cambios en sí, es la actitud que hay detrás, la apertura y la disponibilidad a peregrinar en el devenir histórico, la finura de mente y de corazón que es distinguir lo accesorio de lo esencial sin atrancarse en los medios, con los ojos siempre puestos en el fin.
El Espíritu Santo es el que guía, y Jesucristo es el que hace nuevas todas las cosas, con El reina la paz, y no hay lugar al desconcierto, pues al final, el problema no es a dónde vamos, sino saber que vamos con El, que es quien guía y santifica, dando a la Iglesia la pastoral adecuada para cada siglo, desde el primer día hasta el final de los tiempos.