Ya el domingo pasado la Liturgiael Santo Evangelio, tratando el tema de la resurrección de la carne, orientaba el pensamiento hacia las realidades del más allá, ultraterrenas.
Hoy, se acerca el final del año litúrgico y la Iglesia nos recuerda la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos, y a la vez, quiere que pensemos en nuestro propio final, en nuestras postrimerías: muerte, juicio, infierno o cielo. "Memorare novissima tua, et in aeter-num non peccabis - Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás" (Ecl 7, 40). Una referencia especialmente apropiada en este mes de noviembre especialmente dedicado a la oración por los difuntos.
El Evangelio reproduce un trozo del discurso de Jesús en el que la predicción de los sucesos que ocurrirán antes del final de los tiempos se mezcla con la de los hechos que habían de preceder a la caída de Jerusalén y la destrucción del Templo. Anuncia luego guerras, revoluciones, terremotos, epidemias, hambre.... la persecución que sufrirán los cristianos.
La historia de todos los tiempos registra calamidades de este género sería por eso aventurado ver en ellas la señal de un fin inminente. Jesús mismo advierte: el final no vendrá enseguida. Sin embargo esto tiene que ocurrir primero pues en el plan divino esas cosas tienen la misión de recordar a los hombres que aquí abajo todo es transitorio, todo está en camino hacia nuevos cielos y nueva tierra en los que habite la justicia (2Pe 3,13) y donde los justos participarán eternamente en la gloria de su Señor.
Confesamos en el Credo que Cristo «De nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos». Al decir que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos entendemos que el Señor Jesús al fin del mundo juzgará a todos los hombres y dará a cada uno el premio o castigo que hubiere merecido. ¿Lo creemos de verdad? Jesús mismo nos lo advierte: «Mirad, no os dejéis engañar» (Lc 21,8) ¿Estamos preparados, ahora?
Pensemos con frecuencia en aquellas otras palabras de Jesús: «Voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 2). Allí, en el Cielo, tenemos nuestra casa definitiva, muy cerca de Él y de su Madre Santísima. Aquí sólo estamos de paso. La muerte será para nosotros un cambio de casa, el principio de la Vida con mayúscula: "Vita mutatur, non tollitur... – A tus fieles no se les quita la vida, sino que se les cambia en otra mejor; y al deshacerse la casa de esta morada terrena, se consigue en el Cielo una habitación eterna" (Prefacio de Difuntos).
Si vivimos unidos a la Virgen María, Ella nos ayudará a disponer nuestra alma para que la llegada del Señor no nos encuentre ocupados en cosas que tienen poca o ninguna importancia ante el encuentro con Dios.