“La Ola” es una de las grandes manifestaciones de apoyo y diversión que pueden darse en un acontecimiento deportivo. Aunque la mayoría la asocien al Mundial de México 1986 –de allí que se le conozca en muchos lugares como “La Ola Mexicana”- esta estupenda coreografía en la que deben participar todas las personas presentes en el estadio se inventó en 1981 en Oakland, California.
Como suele suceder en estos grandes inventos, sin quererlo, el encargado de animación del equipo de béisbol Oakland Athletics, Krazy George Henderson, lanzó “La Ola” en un partido contra los New York Yankees, con el objetivo de hacer perder al lanzador rival la concentración ante el constante griterío de todo el público. Quién le iba a decir al señor Henderson que casi 40 años más tarde, al otro lado del Atlántico, se utilizaría su ola como muestra de apoyo al Papa.
Pues ayer tuve el gran privilegio, junto a mi familia, de protagonizar “La Ola” en una plaza de toros y justo antes de una misa. Desde luego, podría sonar a disparate, pero cuando está Benedicto XVI de por medio, nada suena a disparate. “La Ola” comenzó a dar vueltas por la Monumental mientras los miles de asistentes que llenábamos la plaza veíamos, a través de la pantalla gigante, como el Santo Padre recorría en su “papamóvil” las calles de Barcelona, dirigiéndose a la Sagrada Familia.
Mucha gente, asociaciones y algunos medios de comunicación habían sembrado la duda sobre si debía o no visitar el Papa la Ciudad Condal, que si el dispositivo de seguridad era muy caro… La respuesta, tras asistir con miles y miles de personas a la recepción delante de la plaza de la Catedral, a la Misa de ayer y, finalmente, a su visita al centro Nen Déu, siempre acompañados por la música del Camino Neocatecumenal -¡vaya cracks mis amigos “Los Quicos”!- es obvia: POR SUPUESTO.
Ni Leo Messi, Cristiano Ronaldo, Barack Obama o Ricky Martin hubieran podido congregar a tantísima gente en Barcelona. Ninguno de ellos hubiera conseguido que más de 300.000 personas, de 1 a 95 años, estuvieran calladas y atentas durante las más de tres horas que duró la ceremonia de la Sagrada Familia. Ya me diréis si el Papa es importante o no…
¿Pero cómo puede este alemán bajito, intelectual y de 83 años lograr algo así? Pues muy sencillo, por su fuerza espiritual, porque no es de este mundo y porque es capaz, además, de cambiar la vida de miles y miles de personas.
Sí, el Papa marca nuestras vidas. De hecho, las de mis jóvenes hijos (14, 13, 10 y 7 años) ya las ha marcado. Primero, en la figura de Juan Pablo II, en Cuatro Vientos y Colón; después, como Benedicto XVI, en Valencia y Barcelona. Nuria –la tercera de mis hijas- no veía nada el sábado en la plaza de Catedral y María, su hermana mayor, la subió a hombros, quedándose ella sin ver. Pero el sacrificio de María valió la pena. Nuria, emocionada, vitoreaba exultante al Papa, chillando “Beeeenedicto”, moviendo los brazos y aplaudiendo, durante los pocos instantes que el Santo Padre se asomó al balcón del Palacio Episcopal para saludarnos…
Sí, en sólo unos instantes, el Papa marca nuestras vidas y, en estos tres días siguientes os quiero explicar tres historias muy sencillas, de un sacerdote, un padre y una madre de familia, cuya vida fue tocada y tutelada por Juan Pablo II.
Desde aquí, yo invitaría a los jóvenes, como a mis hijos, y a los no tanto, que esta visita del Papa a España sirva para que abráis vuestro corazón y dejéis que el Santo Padre, el representante de Cristo en la Tierra, toque y tutele vuestras vidas.