Había una frase del tan admirado por todos P. Bidagor S.J. que me encantaba: “¡No entiendo nada de vuestra vida religiosa!”. La usaba con mucho cariño y mucha verdad para espolear a sus novicios y religiosos en los Discípulos de los Corazones de Jesús y María, a los cuales le tocó apadrinar y acompañar en sus primeros pasos.
El caso es que, como él, yo me pregunto a veces lo mismo de nosotros los cristianos, porque no entiendo nada de la vida religiosa de quienes se dicen cristianos cuando veo cómo reaccionan al verse confrontados con el miedo que no tener seguridad en la vida.
Decía el psicólogo C. G. Jung que la gente tiene hambre de seguridad, y en cambio nuestro maestro y Señor Jesucristo advertía a sus discípulos de que el Hijo del Hombre, al contrario que las zorras y las aves del campo, no tenía dónde reposar la cabeza, y que el discípulo nunca sería mayor que su maestro, por lo que la suerte que Él corrió la correrían también los que lo siguieran.
Gente como San Francisco de Asís entendió esto al vuelo, y lo entendió tanto que no sólo se le echaron encima los nobles y burgueses de Asís, con su padre Bernardone a la cabeza, sino que sus frailes menores fueron motivo de escándalo y convulsión para tantos eclesiásticos acomodados de su época.
Y es que tomarse el Evangelio en serio es muy peligroso, porque uno se puede dejar la vida en ello, y además genera mucha incomprensión entre quienes, consciente o inconscientemente, se dejan llevar por criterios de este mundo.
A fin de cuentas, ser muy devoto, estar todo el día en la iglesia y hacer unas cuantas obras de caridad debiera bastar para que una persona tuviera la conciencia de su ser cristiano tranquila, sin verse interpelado por la radicalidad del Evangelio a lo largo de todo una larga y segura existencia.
Porque reconozcámoslo, todos esos planes de santidad y perfecciones personales en los que tantos se afanan, de poco sirven si a la hora de la verdad uno se “vende” a los criterios de este mundo.
Aunque tener casa, seguridad y trabajo sean cosas legítimas y necesarias, no creo que eso fuera lo que más importaba a los cristianos de la incipiente Iglesia primitiva cuando todo lo ponían en común y arriesgaban su vida cada semana por profesar a Cristo ante los hombres, lo que les valió a muchos la cárcel, cuando no un trágico final en la arena del circo romano.
El caso es que por mucho que Jesucristo diga aquello de que las amapolas tienen con qué vestirse y las aves del campo de qué comer, y por más que explicara hasta la saciedad que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, la gente vive como si su seguridad no fuera a venir de Dios, sino fuera a venir de su empleo, de sus propiedades, de su familia, de su matrimonio… cada puede nombrar aquello a lo que se aferrra.
Porque lo que por lógica ha de ser legítimo y necesario, cuando se vuelve seguridad y sustituye a la providencia de Dios y a la voluntad de Dios para nuestras vidas, se convierte en una tiranía esclavizante, justificada eso sí en nombre de la seguridad.
¿Pero quién quiere seguridad, si no sabemos ni el día ni la hora? Digo yo que lo más inteligente es abrazarse a Jesucristo, al Espíritu Santo que es Señor y dador de vida, al Padre creador de Cielo y Tierra, que al fin y al cabo son quienes manejan el cotarro y, creyendo a pies juntillas, lanzarnos a vivir de fe y no de seguridades humanas.
Y cuando digo seguridades humanas y materiales, no quiero olvidar tampoco las seguridades espirituales que tantas veces nos montamos.
Porque seguridad espiritual es también cimentar todo el edificio de nuestra fe sobre lo bueno que soy o lo devoto o pío que soy, como si eso dependiera de nosotros. La seguridad de pensar que por ser asiduos a la iglesia, a la Misa diaria, a la oración y a mil prácticas más, lo tenemos todo hecho.
Todo eso es buenísimo, y de hecho no conozco a nadie a quien considere mínimamente cerca de Dios que no lo practique. Pero curiosamente, conozco a muchísima gente que practicando todo eso, sigue pensando como el mundo cuando llega la hora de despojarse de la seguridad humana y poner toda la carne en el asador en una paternidad responsable, en fructificar un negocio para el Reino de los Cielos, en la coherencia de vida en su ministerio, en dar de lo que falta e incluso en perder fama, vanagloria o estima a los ojos de todos, por la causa del Evangelio.
Y es que al final hasta el más cristiano, cuando llega la hora de rascarse el bolsillo, o perder posición social, de llevar hasta la última consecuencia unos votos, celebrar una boda por todo lo alto o dedicar a Dios el fruto del trabajo, se vuelve un pagano más, sediento de seguridad y de apariencia, y muy poco confiado en la voluntad de Dios.
Por todo eso conforme los años pasan, cada vez estoy más convencido de que la santidad no estriba tanto en la virtud, cuanto en hacer la voluntad de Dios pese a nuestra falta de virtud.
Cuando era joven y recién convertido, aún podía preciarme de hacer las cosas bien, de cumplir fielmente, de no haberme traicionado a mí mismo, ni a Dios…conforme pasaron los años, esa imagen religiosa de mi mismo se fue hundiendo poco a poco, por pura necesidad y fragilidad de mi condición humana.
En ningún momento a Dios le pareció importar nada eso, pues siempre me ha acogido y me ha restaurado en su amor mediante la Confesión, generando contrición y haciéndome conocer la verdadera madera de la que todas las personas estamos hechos, capaces de lo mejor y de lo peor, y nuestra absoluta indigencia y dependencia de la bondad de Dios.
Y a día de hoy me encuentro con que la santidad que Dios me pide es la confianza plena, el abandono a su voluntad, el buscar el Reino de los Cielos, pues todo lo demás se dará por añadidura.
Y no le importa mi virtud, ni la falta de ella, siempre que le mire a Él, siempre que le entregue tanto mi pecado como mis buenas obras, siempre que quiera seguirle haciendo el bien que quiero, por más que me muerda a veces el mal que no quiero y como niño tenga que llorar mis defectos y miserias.
La santidad que le pidió a Pedro fue la de andar sobre las aguas, siguiendo la llamada de su voz, confiando infinitamente, esperando contra toda esperanza como lo hizo Abraham, abrazándose a su perdón cuando se lo ofreció, tras haberle traicionado.
No era una santidad de seguridades - la autoimagen religiosa de Pedro quedó por los suelos- ni era una santidad de cumplimiento - pues había sido traidor a lo que más quería.
La única santidad que le quedaba era la de hacer su Voluntad, y querer más la seguridad que le daba un sin techo que no tenía donde reposar la cabeza, que la santidad de practicar la justicia de los hombres figurando ante los mismos…
Por eso, cuando leo el Evangelio y veo actuar a mucha gente en la Iglesia, a veces no entiendo nada del cristianismo que nos hemos montado, ni laicos, ni curas, ni monjas, ni religiosos (y me incluyo porque soy el primero que no está libre de ello).
En ocasiones porque somos tan materialistas y estamos tan anclados en la falsa seguridad como el que más en el mundo.
Otras porque hacemos de nuestro cumplimiento, nuestra ortodoxia o nuestra heterodoxia, así como de nuestra virtud, una seguridad si cabe más grande y jactanciosa que la que algunos se forjan con lo material.
Al final resulta que Jesucristo tiene muy pocos amigos, como le espetó Santa Teresa de Jesús, porque los amigos de El no son los que dicen “Señor, Señor” sino los que hacen lo que El les manda, y como tantísimos que nos han precedido y con los que convivimos todos los días, son capaces de poner la seguridad en la Fe en Jesucristo, seguirle contra carros y carretas, y vivir en el mundo sin ser del mundo.
Cuando venga el Hijo del hombre, encontrará fe en esta tierra?... (Lc 18,8)