Llegue hasta ti mi súplica; inclina tu oído a mi clamor, Señor (Sal 88(87),3).La Eucaristía es lugar de diálogo entre Dios y su pueblo. Él nos habla y nosotros le respondemos con el canto y la oración. Ir a la celebración es ya una respuesta a la convocatoria que Él hace. Y a ella vamos con nuestro deseo de que nuestras necesidades encuentren acogida en su misericordia.
Vamos por tanto como orantes suplicantes. Y es tal nuestra debilidad que sabemos que nuestras fuerzas, por mucho que gritemos, por potentes que sean nuestros pulmones, no son capaces de hacer que nuestras voces lleguen a Dios. Él es el más cercano, pero también el más lejano, el absolutamente trascendente. Y el verdadero discípulo sabe que esa distancia no se cubre construyendo una torre que pueda llegar al cielo. De ahí que, en la auténtica humildad, la oración sea reduplicativa; el humilde le pide a Dios que su petición llegue hasta Él.
¿Y cómo podrá algo humano acercarse hasta Él? Ciertamente no apilando ladrillos y usando betún como argamasa. Si no es Él quien se acerca, ¿cómo le podrán llegar mis palabras? Si no les presta atención, ¿cómo conseguir que no queden sumidas en el silencio? Dios ha inclinado hacia nosotros su oído de una manera muy concreta, se ha hecho cercano hasta hacerse hombre.
Pedirle al comienzo de la Eucaristía que llegue nuestra súplica, que nos preste atención, tiene una traducción precisa. Es pedirle ser acogidos en la oración del sumo y eterno Sacerdote, es que nuestra voz, en la comunión del Espíritu, se una a la de Cristo, el Señor.