Esta es la primera parte de una reflexión más amplia en torno a lo digital. Trata de comprender una realidad en la que, querámoslo o no, ya estamos inmersos, y que, como Iglesia, nos toca evangelizar.
1. El contexto
Entre los muchos efectos que se han dado a raíz de esta pandemia, uno de ellos ha sido el vuelco masivo hacia lo digital. Muchas cosas que de ordinario hubieran estado sujetas a grupos de control antes de ser implementadas, simplemente se han puesto en marcha. A lo mejor, para algunas situaciones había ya una versión beta; pero en muchos otros, no había ni eso. Es el caso, por ejemplo, de las clases virtuales.
Para aquellos cuya vida discurría ajena a lo digital, el mundo parecería haberse detenido casi por completo. Aquellos que veían lo digital como una suerte de mal necesario —al que de vez en cuando recurrían por su probada utilidad—, tal vez alcancen hoy a ver una cierta agitación en la superficie del agua. Sin embargo, aquellos para quienes lo digital había pasado a ser algo natural, vienen siendo testigos de una brutal explosión de vida. Y, ante el pasmo de los del primer y segundo grupo, esta explosión de vida se vive como algo normal.
2. Lo digital
Antes de continuar, es importante que aclaremos de qué hablamos cuando nos referimos a “lo digital”. Lo digital hace alusión a una manera de reproducir el mundo —o crear uno nuevo— usando dígitos. Por ejemplo, en un lenguaje binario, cada cosa tiene asignado un código hecho en base a unos y ceros. Si hablamos de colores en un código HTML —el cual se usa en las páginas web—, el turquesa oscuro es #03989e. De hecho, si uno googlea ese código, de inmediato le aparece el color.
Para un oído no tan entrenado, Twist and shout puede sonar igual en Spotify y en un disco de vinilo. La diferencia es que, en Spotify, uno escucha un sonido digital. Lo que hace Spotify es reproducir un archivo de sonido que no es otra cosa que un complejo código. De hecho, uno puede abrir un archivo mp3 en Block de Notas.
Cuando uno toma una foto con el celular, lo que almacena el celular es un código. Cuando uno hace una videoconferencia por Zoom o por Skype, la imagen y el audio que viajan de un dispositivo a otro son códigos. Cuando uno sube un video a Youtube, lo que se sube es un largo código.
Cuando hablamos de “lo digital”, hablamos de un mundo escrito en códigos. Mundo al que accedemos tan pronto tomamos el celular o nos sentamos frente a una computadora. Netflix, Vatican.va, Uber, Second Life, PDF, WhatsApp, Instagram, Windows, iOS, etc., son el mundo digital.
3. El mundo “real”
Uno podría preguntarse, ¿lo digital es real? Para responder, debemos hacernos otra pregunta: ¿Qué es lo real? Podríamos decir que lo real es lo que existe o —en términos más filosóficos— lo que es. Y podríamos agregar: lo que es más allá de lo que yo piense al respecto. Es decir, lo real es algo cuya existencia no depende de mi pensamiento. Visto así, lo digital es real.
Ciertamente, lo digital posee una consistencia distinta a la del mundo “real”; es decir, a la de ese mundo al que accedo directamente a través de los sentidos y sin que medie una pantalla. Pero el escuchar un podcast, el tener una videollamada, o el que alguien comparta un video mío en TikTok, son hechos cuya existencia no depende de mi pensamiento. De hecho, como decíamos, hay códigos dando forma a cada una de estas experiencias.
Muchos de nosotros somos migrantes digitales. Es decir, lo digital no ha sido nuestro primer hábitat. Pero los que vienen detrás de nosotros son nativos. ¿Qué implica habitar lo digital? Un cambio de paradigma mental. Digo cambio para los que somos migrantes; los nativos, en cambio, lo tienen perfectamente incorporado.
¿Qué implica este cambio? Que lo digital deja de ser un artificio y pasa a ser una extensión del mundo real; es decir, se vuelve parte de ese mundo. Inevitablemente, la realidad “analógica” es insustituible: si no respiro o no como, simplemente muero. El cambio consiste en que lo digital pasa a formar parte de mi realidad. Mi mundo se amplía, y lo que vivo en Instagram, TikTok o Fortnite, también es real. Aquí no hay dialéctica: no es que lo digital sea “más real”, o un “escape” de lo real, sino que mi mundo real abarca más, y se extiende también al ámbito de lo digital.
Cuando hace ya varios años uno jugaba FIFA 98 en modo single player y se coronaba “campeón del mundo”, claramente esto no era real. Pero hoy todo se juega en multiplayer. Puedo tener mi equipo de Fortnite —integrado por gente de distintas partes del mundo—, y pasarnos horas entrenando, aprendiendo de memoria el juego del otro, desarrollando estrategias y tácticas, y hasta ganar torneos a nivel mundial. ¿Esto no es acaso real? Y se vuelve más real cuando gano dinero haciéndolo.
La integración entre el mundo digital y el no-digital se viene dando de forma cada vez más fluida. Hoy es común que disqueras firmen contratos con cantantes que son estrellas en las redes sociales, pero que nunca han cantado fuera de su habitación. También es común que las empresas que quieran incrementar sus ventas envíen sus productos a instagramers que, como forma de pago implícita, los postean en su feed o en sus historias. Ni qué hablar de cómo un grupo anónimo de hackers sentado detrás de una pantalla puede fomentar una revolución que sale a las calles poniendo en jaque todo un país.
4. La experiencia digital
La realidad “no-digital” siempre es inagotable. En cambio, la agilidad que requiere el funcionamiento ordinario del mundo digital implica que este deba expresarse en un formato comprimido. Por ejemplo, a una persona que tengo al frente —cara a cara en sentido literal—, puedo hacerle zoom de manera “ilimitada” y nunca se pixelea. La cara da paso a los tejidos, los tejidos a las células, las células a las moléculas, éstas a los átomos, etc. Pero manejar este nivel de detalle es imposible en un contexto digital. Una foto con tan alta resolución sería demasiado pesada y, por lo tanto, poco funcional.
Lo digital, por naturaleza, lleva a cabo un registro “discontinuo” del mundo. No lo reproduce en toda su complejidad, sino que registra lo estrictamente necesario para que ese mundo aparezca frente a nosotros como “real”. ¿Por qué una canción en formato mp3 es tan ligera? Porque elimina todos los sonidos imperceptibles al oído humano, pero que sí están presentes en una sala de grabación. Es más, no registra el sonido de una manera continua, sino que lo hace a saltos, con los intervalos mínimos requeridos para que nuestro oído perciba esas notas separadas como una unidad. De manera similar, basta que una acción sea grabada a 30 fotogramas por segundo para que ya sea percibida por el ojo humano como un movimiento continuado.
Esto constituye un límite para el mundo digital. No lo planteo como una crítica, sino como una realidad. Por más que el mundo digital sea una extensión del mundo real, siempre habrá una experiencia “no digital” que, en última instancia, será insustituible. Por más buena definición que tenga una videollamada, o por más real que sea un holograma, nunca podrán competir con una experiencia proporcionada por alguien “de carne y hueso”. No quiero decir con esto que una videollamada o un holograma no me proporcionen una experiencia real. Lo hacen, aunque en un registro diferente. Lo que sí me parece importante destacar es que, por más que lo digital se presente como una extensión del mundo real —y no hay nada malo en eso—, difícilmente podrá tener una preeminencia absoluta.
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Hasta aquí la primera parte de una reflexión que, al menos hasta este momento, pretende describir el fenómeno. Seguramente más adelante iremos emitiendo algunos juicios de valor.