Cuando abro las páginas de los evangelios, me encuentro ante el verdadero juicio de Dios ante los hombres. El evangelio de San Juan nos dice: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito, para que todo él que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo, para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él […] Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3, 16-17; 20-21). Y en otro pasaje el evangelista añade: “En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 4, 24). Del mismo modo, señala: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peque más” (Jn 8, 11). Y el mismo evangelista indica como la respuesta del Señor ante la triple negación de Pedro, es desde el amor y no desde el juicio (cf. Jn 21).

En el evangelio descubrimos la respuesta del Señor ante el pecado del hombre. Pero ¿Cuál es la respuesta del hombre ante el pecado del hermano? Muchas veces y a menudo suele ser lo habitual, que ante los demás nos dejemos llevar del juicio que hace que el otro se sienta un pecador ante el que aconsejamos que lo mejor que puede hacer es convertirse. También, acudimos a su ayuda en ocasiones cuando le necesitamos para hacer un servicio o labor ante la cual queremos que esté bien. De la misma manera, le ensalzamos de modo sobreabundante pero queremos que sepa lo que piensa el otro de él cuando tiene una dificultad o una enfermedad. Así, nos situamos ante los demás. Y cuando ellos expresan como se sienten: decepcionados o defraudados les presentamos de nuevo nuestro juicio.

Dios siempre nos dice ante estas situaciones: te amo, y eres digno de ser amado. Cuando te crees que no mereces su amor y no puedes amar a los demás, él te dice: levanta tu mirada hacia mí porque eres valioso a mis ojos y yo te amo (cf. Is 43). Cuando tu corazón se siente herido, cansado, él te dice: levántate (cf. Mc 5, 41). El Señor te dice: no temas porque yo estoy contigo (cf. Mt 14, 27).

El juicio de Dios levanta a la persona del pecado y de la miseria. Es desde el amor y no desde la condena. Es un juicio de ternura, de esperanza que te pone en pie y te invita a caminar de nuevo. Dios tiene una mirada de misericordia sobre aquel que ha pecado, y le lanza siempre hacia delante. El Señor siempre ofrece una caricia de amor ante el que se siente abatido y señalado por su pecado. Él no te condena. Te ama y te restaura de nuevo. El Señor conoce todas tus obras y la entrega que pones en todas ellas. Y cuando los demás se olvidan de ellas, quedan recogidas en el libro de la vida para siempre. Cuando el hombre se acerca a Dios con un corazón contrito y humillado, él siempre te perdona y olvida. Y no utiliza el perdón para recriminarte por ello sino para consolarte desde su corazón lleno de amor y de esperanza para cada uno.

Así, solo la mirada del hermano que te ve con los ojos de Dios, puede ayudarte a reanudar tu camino y empezar de nuevo. El prójimo que ve tu entrega aunque peques siempre estará a tu lado. El hermano que no te señala, que no busca el que te sientas humillado es como el corazón de Dios, que está a tu lado para ofrecer una mano que levanta y no hunde. El prójimo que ante tu dolor, enfermedad y angustia tiene una palabra de ánimo, se preocupa y te pregunta: “¿Qué tal estás?,  es como el corazón de Dios, lleno de compasión ante el mal de cada persona.

El Señor no quiere que seas perfecto, sino que en tu debilidad, él te hace fuerte. Dios no busca hombres y mujeres ideales y llenos de virtudes, sino hombres y mujeres frágiles que se dejan llenar de un amor que siempre les renueva el corazón.

El hombre necesita a Dios y por eso acude a él, y aquellos que le muestran su verdadero rostro. La persona que en su interior busca a Dios, no se rige por el cumplimiento, sino por el deseo de amar. Y con su pecado, debilidad y miseria siempre acude a un Dios que le ofrece perdón, ternura, consuelo y esperanza en medio de su fragilidad.

Cuando el hombre se siente exigido por el otro y piensa que es injusto, Dios busca siempre la verdad que te hace libre y feliz en medio del pecado. Cuando el hombre por su debilidad, hace el mal y no el bien y lo reconoce ante Dios, él le dice que viene a buscar a la oveja perdida y tiene un corazón de Padre por el hijo que le abandona y de nuevo viene a su casa para vivir como hijo de Dios (cf. Lc 15).

Belén Sotos Rodríguez