Fue un jarro de agua fría. Quedó desconcertada.
“Hermano, ¿cómo quieres que abandone al que me ha curado, al que me ha dicho que me dará un trono en su reino, al que me ha sacado de la oscuridad y me ha prometido vida eterna?”
El odio volvió al rostro de un hermano que creyó haber recuperado. Se había equivocado. “¡Vete inmediatamente de mi casa y no vuelvas”. De nuevo se repetía la historia. De nuevo el desprecio y el rechazo. Pero no le dio tiempo a salir. En la puerta de la calle se cruzó con su hermano mayor. La paró violentamente y entre ambos fue arrastrada hasta el sótano de la casa. Empezó el martirio. “Reniega del cristianismo o te mato!” Le gritaba su hermano mayor con una pistola en la mano. Vio su final, y aunque no había esperanza sintió el poder de Dios, la fuerza misteriosa, que le dio la valentía necesaria.
“Acaso aunque ahora renegara por ganar la vida, ¿podrías garantizarme que no moriré envenenada o por una accidente? El que da la vida la quita. Si he de morir, mátame, sólo arrancarás la vida del cuerpo, pero no abandonaré a mi Señor.”
Fue una media hora interminable. Su hermano cargado de odio se desgañitaba por apretar el gatillo, pero no había forma. Al rato ella abrió los ojos y comprendió. Vio al Señor, de nuevo, que ponía su mano entre el cañón y ella. El Señor cumplía su promesa: “No tengas miedo de nadie, Yo te protegeré:” Le había dicho, y ahora lo veía delante de ella, protegiéndola milagrosamente. No hubo disparo. La arrojaron a la calle entre espumarajos de odio. “¡No queremos volver a verte!”.
Sí, otra vez la soledad, el desprecio y ningún techo sobre su cabeza. “Iré a casa de mi prima. Trabaja para el gobierno en un buen puesto. Ella me dará trabajo”. El recibimiento fue cariñoso. “No te preocupes. Hoy dormirás aquí y mañana iremos a la prisión de mujeres.” Por fin un trabajo, si bien algo oscuro, pero le permitiría mantenerse y tener casa propia. Al día siguiente atravesaron el muro de la prisión. Las puertas quedaron cerradas detrás y esperó conocer sus cometidos.
Se le acercaron las internas: “¿Tú que has hecho, por qué estás aquí?” “Trabajo aquí, es mi primer día.” Se rieron de ella: “¿Pero no te das cuentas de que te han encerrado con nosotras?” Se le hizo el silencio. La tristeza inundó de nuevo su rostro: “Señor, tú me has prometido que estarás siempre conmigo. Si te quedas aquí conmigo, todo estará bien.”
No probó bocado ni bebió agua en una semana -si podía llamarse agua y alimento a eso que les pasaban a las internas-. “Te llevamos observando una semana. No has comido, no has bebido, pero se te ve saludable. Y además estás de buen humor y no peleas como nosotras. ¿Cómo lo haces?” Les enseñó su inseparable Biblia en urdu, la que le regalaron después del milagroso encuentro. “Éste es mi alimento”, decía mostrándoles la Biblia. A la semana siete internas se hicieron cristianas. “¿Nos bautizarás?” “Si el Señor lo permite…” Lo permitió y les bautizó. Cuando algunas salían en libertad traían comida y agua decente para el resto. “Llevo una semana, Señor, y ya nos traes agua y comida. Gracias.”
Los valientes cristianos de Pakistán la mantuvieron gratuitamente. Pudo comprar una pequeña casa y adoptó cuatro huérfanos. Conocidos de Inglaterra le animaron a poner por escrito sus vivencias y esperó ver casarse a su hija para asistir al lanzamiento del libro en Londres. Todo parecía encontrar la normalidad, un cierto equilibrio, hasta que de camino a casa con sus hijos, antes de la boda y el viaje a Inglaterra, un vecino musulmán, arma en mano, gritando en la calle les amenazó. “Si ponéis los pies en la casa, os mato, ahora es mía”. El musulmán disparó y su hija cayó muerta al suelo, con ella la esperanza y la alegría. El horror y los gritos, la sangre en la calle, la esperanza frustrada, el odio gratuito. Todo de nuevo. Nadie vino en su ayuda, nadie acudió en su socorro. Ni policías ni vecinos, los cristianos no se atrevieron y los musulmanes ni lo intentaron.
Dios le había rescatado a la luz y ahora entendía que el Islam era camino hacia el infierno del mundo. Cierto que pensaba que también era camino personal para el infierno. Pero la misericordía de Dios es un misterio, y ella la había encontrado sin pedirlo. Pero había vivido en carnes el odio que el Islam encerraba en los corazones. El Islam no le ofrecía salida a la soledad de su corazón. Lo había sabido desde el día que el mismo Señor se lo dijo de sus labios. “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” Qué bien lo había entendido. La oscuridad, el odio y las violencias, habían seguido, en cambio, a los suyos fervientes sometidos a la fe. ¿No significaba acaso eso el término “muslim”, sometido? Pero ella había sido rescatada, con sangre. Y la sangre le perseguía. La sangre de un Islam violento. ¿Dónde queda esa religión de la paz que decía Zapatero? A sus pies su hija muerta.
La historia de Gulshan Esther es admirable y portentosa. Lo extraordinario tocó su vida, y lo más brutal de los odios también. No encontró esa religión de la paz en el asesino de su hija, pero tampoco en su familia que renegó de ella, no sin antes haber querido matarla. Encerrada por los suyos fue abandonada por los suyos. Pero Dios había tocado misteriosamente a esta mujer y Su directa intervención la atrajo hacia Si. “Toma el Corán y lee lo que dicen sobre Mi, el Hijo de María. Yo hago ver a los ciegos, Yo sano a los enfermos, Yo resucito a los muertos…” Fue el inicio, cuándo una tullida y adolescente Gulshan Esther, a los tres días de la muerte de su padre vio el rostro de Cristo, cara a cara y habló con Él. Le dijo que tomara el Corán y leyera sobre Él. Entonces Gulshan pidió un Corán en urdu –pues acostumbraban a leerlo en la lengua sagrada y no lo entendía-. El Señor, el Hijo del Altísimo, le había hablado. Y durante tres interminables años pidió incansable su sanación al Hijo de María, al Señor. Pero no venía, así que al tercer año desesperó, pero no fue abandonada. De nuevo se le apareció el Señor.
“Ven.”
“Señor, soy invalida, no puedo.”
“Ven hacía mí. Ten fe.”
Fue hacia el Señor y tras diecinueve años pudo andar.
“Serás mi testigo. Nadie te hará daño, no temas a nadie. Di a los míos que vengo pronto. ¿Ves esto? –sin saber cómo estaba en un lugar maravilloso, indescriptible- es mi Reino y aquí te tengo preparado un Trono. “
Gulshan lo había experimentado. “Vivía en la oscuridad y el Señor me llevó a la luz, me perdonó los pecados, me prometió la vida eterna”. El Islam nunca le dio eso. Nunca. ¿Dónde queda la religión de la paz, que decía el derrotado Obama? ¿Dónde algo de dulzura en esa religión? Al manos no para Gulshan ni para sus hermanos conversos. Pero la claridad de sus palabras defendiendo la necesidad de Cristo desconciertan cuando se las compara con el lenguaje políticamente correcto de tantos en la Iglesia, donde ser cristiano o no da igual.
El cardenal Giacomo Biffi no dudaría en señalar la gravedad de la situación. El relativismo había llegado a niveles inimaginables. La situación era la peor que había vivido la historia de la Iglesia.
“En fin, quisiera señalar al nuevo Papa el caso de la ‘Dominus Iesus’: un documento explícitamente de acuerdo y públicamente aprobado por Juan Pablo II; un documento por el cual me gusta expresar al cardenal Ratzinger mi vibrante gratitud. Que Jesús es el único necesario Salvador de todos es una verdad que en veinte siglos – a partir del discurso de Pedro después de Pentecostés – no se había escuchado la necesidad de reclamar jamás. Esta verdad es, por decir así, el grado mínimo de la fe; es la certeza primordial, es entre los creyentes el dato simple y más esencial. En dos mil años no ha sido jamás puesta en duda, ni siquiera durante la crisis arriana y ni siquiera con ocasión del descarrilamiento de la Reforma protestante. El haber tenido que recordarla en nuestros días nos da la medida de la gravedad de la situación moderna. Sin embargo este documento, que reclama la certeza primordial, más simple, más esencial, ha sido contestado. Ha sido contestado en todos los niveles: en todos los niveles de la acción pastoral, de la enseñanza teológica, de la jerarquía.”
Gulshan Esther, con su testimonio, muestra sin ambages de una parte la grandeza de nuestra fe y de otra su necesidad para dar paz a un mundo oscuro.
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