El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí –dice el Señor (Jn 6,58).
Jesús, el Hijo eterno del Padre, ha querido gustar la condición de criatura haciéndose hombre. Y lo ha hecho para ser el enviado al mundo que nos muestre la intimidad divina y nos salve. No solamente para que no estemos en la enemistad de Dios quedándonos en una felicidad meramente natural. No le es suficiente al Padre acogernos de nuevo en la casa como a un jornalero nada más, sino que quiere reincorporarnos a la vida propia de un hijo.

Pero ese retorno a la casa del Padre no está a nuestro alcance, no podemos caminar hacia ella por nosotros mismos sin más. Ciertamente es un camino que tenemos que realizar, pero, a la par, es un ir en los hombros del Buen Pastor. Es por medio de Cristo como podemos entrar en la intimidad de la vida trinitaria.

En la Eucaristía, Jesús se nos ofrece como el único mediador entre Dios y los hombres. Por Cristo, empezamos a participar de la vida trinitaria gracias al Bautismo y, en la Eucaristía, quienes se alimentan de Él alimentan esa participación en la vida divina. Comer el Cuerpo de Cristo es comer a todo Jesús, alimentarse de Cristo es alimentarse con todo lo que es Él, hombre y Dios, y con todo lo suyo. Vive por Cristo quien se llena de su palabra, de sus gestos, de sus hechos, de su voluntad,... de su muerte y resurrección. Y todo lo de Jesús no lo encontramos plenamente al margen de Él, de su Cuerpo y su Sangre.

Comerle a Él es vivir ya divinamente por Él aquí y ahora. Y es acrecentar la esperanza en vivir eternamente esa vida ya terrenalmente comenzada a vivir. Jesús nos injerta en la vida trinitaria, por el Hijo somos hijos.