No me abandones, Señor, Dios mío; no te quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación (Sal 38(37),22s).Quien asiste a la Eucaristía sabe lo que es estar sin Dios, porque antes su vida estaba construida sobre el aire, aunque creyera que tenía un fundamento sólido, y ahora vive sobre la roca sólida de la bondad divina. Pero no es señor del Señor, no puede disponer de Él a su antojo, Dios es absolutamente absoluto. Si es mío es porque se me da, no porque lo haya conquistado o pueda retenerlo. Es inútil pretender confinarlo o asirlo. Pedir la permanencia del don, la actitud del mendigo con la mano abierta es la humildad que atrae a Dios.
En la celebración, acudimos con necesidad de divinidad. Con la del agraciado que peregrina en el tiempo, paso a paso, que precisa seguir creciendo. Por eso, como si se hubiera alejado quien es el Dios con nosotros, le pedimos que no nos abandone; como si estuviera lejos quien se hizo hombre, le pedimos que no sea un Dios en la distancia; como si se demorara el que hace justicia sin tardanza, le pedimos premura. Pues necesitamos su salvación, que es acogida en la santidad del trascendente, cercanía de quien no es espacioso, prontitud del eterno.
Y, en la Eucaristía, se nos hace presente en un lugar determinado y en un preciso momento para que cada uno, en la comunión, lo hospede en su seno.