Se habla de todo ello pero no se percibe que la pinza que atenaza estas sociedades no es la económica, sino la ausencia de Dios. De modo que mientras que Dios no vuelva a su lugar preeminente, todo seguirá su vía de derrumbe. Benedicto XVI, siempre claro, no tuvo rebozo en decirlo con toda su crudeza en su segunda encíclica:
“No cabe duda de que un “reino de Dios” instaurado sin Dios -un reino, pues, solo del hombre- desemboca inevitablemente en el final perverso de todas las cosas descrito por Kant”.
Y es esta línea de pensamiento de Benedicto XVI lo más silenciado tanto fuera como dentro de la Iglesia. ¿Por qué? Probablemente por la dulce condición del hombre moderno: pronto a los lujos y placeres de la vida. Pero la advertencia fue lanzada tiempo atrás, en lugares como Fátima. ¿Cómo no recordar las palabras del cardenal Ratzinger el año 1985 al hilo de una pregunta de Messori sobre el tercer secreto de Fátima -recuérdese que no fue publicado hasta el año 2000-?:
- Aunque así fuera -replica escogiendo las palabras- esto no haría más que confirmar la parte ya conocida del mensaje de Fátima. Desde aquel lugar se lanzó al mundo una severa advertencia, que va en contra de la facilonería imperante; una llamada a la seriedad de la vida, de la historia, ante los peligros que se ciernen sobre la humanidad.”
Y por si no quedó claro en su respuesta, más adelante añadiría:
“La valoración correcta de mensajes como el de Fátima puede ser nuestro tipo de respuesta: la Iglesia, escuchando el mensaje vivo de Cristo dirigido a los hombres de nuestro tiempo a través de María, siente la amenaza de la destrucción de todos y de cada uno y responde urgiendo la penitencia y la conversión decidida.”
¿Está viva esa amenaza de la destrucción de todos y de cada uno? Cierto si uno escucha al anciano (cosa de lo más curiosa viniendo de quien viene y teniendo a su pueblo como le tiene), pero no cabe duda de que hoy el hombre moderno percibe la amenaza solamente del lado económico. Una economía tambaleándose y sin punto de apoyo es lo único que ha alertado a nuestros contemporáneos, y aún así siguen pensando que todo pasará como han pasado otras crisis. Cuesta percibir que el problema es previo y mayor: Dios o no Dios. Y que Dios no permitirá sine die tal atrevimiento. El problema estriba en los tiempos, pues a pesar de tanta alerta no vemos la intervención de Dios y por ello pierden su fuerza o su razón de ser. Es un silencio de Dios desconcertante porque en el fondo Dios, parando su brazo en vez de intervenir, dando nuevas oportunidades al hombre, perpetúa el sufrimiento de los inocentes. Realidad de la que el mismo Benedicto XVI daría cuenta en su primera encíclica:
“A menudo se nos da a conocer el motivo por el que Dios frena su brazo en vez de intervenir. Por otra parte, Él tampoco nos impide gritar como Jesús en la cruz: “Dios mio, Dios mio ¿por qué me has abandonado?” Deberíamos permanecer con esta pregunta ante su rostro, en dialogo orante ¿Hasta cuando, Señor, vas a estar sin hacer justicia, tú que eres santo y veraz?”
Esta es la clave, el que sabemos el motivo por el cual Dios frena su brazo. ¿Y cual es ese motivo? La pista la daría también Benedicto XVI en su visita a Fátima este año:
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