San Antonio de Padua[1] es uno de los santos más populares. El papa León XIII lo llamó el santo de todo el mundo. Pero, como en tantas ocasiones, para la mayoría es un gran desconocido... Y mucho más desconocido, su encuentro con los mártires de Marrakech, que marcará el resto de su vida.

 
Nuestro protagonista ni se llamaba Antonio ni era de Padua; de bautismo se llamaba Fernando y nació en Lisboa. Solamente 36 años duró su existencia terrena. Frecuentó la escuela episcopal de la Catedral de Lisboa, desde los siete a los catorce años. A los quince pidió entrar en los Canónigos Regulares de San Agustín; a los veinticinco recibió la ordenación sacerdotal: siguieron once años de vida caracterizados por la búsqueda diligente y activa de Dios, por el estudio intenso de la teología y por la maduración y perfeccionamiento interior.
 
Pero Dios seguía interrogando el espíritu del joven Fernando. En el monasterio de Santa Cruz, en Coimbra, conoció un grupo de franciscanos de la primera hora que, desde Asís, iban a Marruecos para testimoniar allí el Evangelio, incluso a costa del martirio. En aquella circunstancia, el joven Fernando experimentó un anhelo nuevo: el de anunciar el Evangelio a los pueblos paganos, sin detenerse ante el riesgo de perder la vida.
 
El grupo lo formaban Berardo, Pedro, Acursio, Adyuto y Otón[2]. Berardo, conocedor de la lengua árabe, era el portavoz. Desde Coimbra accedieron a la Sevilla musulmana. Al llegar, comenzaron la predicación del Evangelio en el Alcázar regio, siendo detenidos inmediatamente. El rey, que pensaba ajusticiarlos, aconsejado por su hijo, decidió enviarlos a Marruecos para evitarse conflictos con los reinos cristianos.
 
Como se narra en la Crónica de los Ministros Generales de la Orden de los Hermanos Menores, al llegar a Marrakech, sin pérdida de tiempo predicaron nuevamente el Evangelio, especialmente en el Zoco Mayor de la ciudad. Fueron otra vez detenidos y el Sultán les dio muerte por sí mismo en un arrebato de cólera. Era el 16 de enero de 1220.
 
Este suceso marcaría la vida de Fernando en los primeros meses de aquel 1220. La fama de santidad de aquel grupo de protomártires franciscanos se difundió enseguida por el reino portugués, entre otras cosas merced a la llegada de sus reliquias a Coimbra. Sus restos fueron depositados en la iglesia de la Santa Cruz. Y ante sus cuerpos el joven Fernando se sintió llamado a ser también mártir de Cristo entre los musulmanes.
 
En otoño de 1220 dejó su monasterio y comenzó a seguir al Poverello de Asís, tomando el nombre de Antonio. Inmediatamente después partió para Marruecos, de donde una grave enfermedad que le aquejó todo el invierno le indujo a volver. Pero durante la navegación, los vientos lo llevaron a las costas de Sicilia y allí se unió a los franciscanos de Mesina. Después de haberlo desarraigado de su tierra y de sus proyectos de evangelización de ultramar, Dios lo llevó a vivir el ideal de la forma de vida evangélica en tierra italiana. Poco después, se encontraría con San Francisco de Asís[3]. San Antonio vivió la experiencia franciscana solo once años, pero asimiló hasta tal punto su ideal, que Cristo y el Evangelio se convirtieron para él en regla de vida encarnada en la realidad de todos los días.
 
La gran devoción a las virtudes del santo, y sobre todo la creciente fama de taumaturgo, impulsó a los paduanos a pedir en Roma la canonización de Antonio. Gregorio IX lo elevó a los altares a los once meses de su muerte, caso único en la historia.
 
Los numerosos milagros de todo tipo que realizó en defensa de la fe y en favor de los necesitados marcan el último apunte con un hecho sucedido tras su muerte. Bien pronto, una madre cuyo hijo se había ahogado en Padua le prometió al Santo dar a los pobres tantos kilos de pan como pesaba el niño, si se lo devolvía con vida. Conseguido el milagro, cumplió su palabra. Así surgió la costumbre del pan de los pobres de San Antonio. En San Antonio de Padua se cumplió la afirmación evangélica (Jn 14,12) de que quienes creyesen en el Mesías harían sus mismas obras y aún mayores.


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