Un viejo proverbio africano dice que “un árbol que cae hace más ruido que mil árboles que crecen”. Se puede aplicar, sin duda, a la situación de los sacerdotes católicos. Por desgracia hay árboles que caen y los medios de comunicación hostiles a la Iglesia amplifican el ruido que provoca su desmoronamiento. Pero son muchísimos más los que están trabajando calladamente, con frecuencia hasta la extenuación y de la manera más silenciosa y humilde posible, en las parroquias o en tantos lugares donde se lleva a cabo la obra evangelizadora de la Iglesia; sobre estos no se dice nada y pocos les prestan atención; incluso si alguno, después de años de servicio, tuviera una caída sólo sería noticia por el mal que ha hecho y no por todo el bien que hizo. Naturalmente que todo esto forma parte del programa de ataque a la Iglesia, del desprestigio que se quiere arrojar sobre ella para que no incomode a los poderosos con su oposición a la corrupción, a la injusticia, a las matanzas de inocentes mediante el aborto y en general a la cultura de la muerte que nos avasalla.

Ahora bien, la cuestión no es tanto lo que hacen nuestros enemigos, sino lo que hacemos nosotros, los propios católicos. ¿Valoramos a nuestros sacerdotes? Es cierto que, como seres humanos, tienen defectos pero ¿acaso no los tienen los laicos? Es verdad que deben ser santos porque reflejan de un modo especial el rostro de Cristo, pero ¿no se les debe aplicar a ellos el don de la divina misericordia que el Señor otorga a todos sus hijos mientras luchan por la santidad? ¿Se podrían encontrar profesionales que se dedicaran, renunciando a tener familia propia, a una causa por mil euros al mes –en el caso de España, que en muchísimos sitios no llega a eso ni de lejos- si no fuera por amor a Dios? ¿Lo harían los que critican a los sacerdotes?

Y si nos fijamos en un sector de ellos que tiene particular importancia, el de los misioneros, el asombro ante lo que hacen debería llevarnos no sólo a volcar nuestros bolsillos para darles la más que merecida ayuda que necesitan, sino a rezar intensamente por estos héroes de la generosidad, del amor a Dios y al prójimo. En condiciones que nadie aceptaría ni por grandes cantidades de dinero, están viviendo ellos, con la única esperanza puesta en llevar el consuelo de Cristo a esas amplias multitudes abandonadas por los poderosos que atacan a la Iglesia; su alegría es llenar un estómago vacío e iluminar con la fe un alma oscurecida por la depresión, el abandono, la desesperación.

Si nosotros, católicos, no valoramos a nuestros sacerdotes y en especial a los misioneros, es que no los merecemos. Y si no los merecemos, no los tendremos. Entonces, cuando no existan, cuando haya que recorrer cientos de kilómetros para encontrar a uno con el que confesarse o que nos pueda dar la comunión, quizá miremos para atrás y digamos: qué torpes fuimos y qué listos nuestros enemigos. Nos hicieron fijarnos en el ruido del árbol que caía y nos impidieron ver los cientos de árboles que crecían; ahora ya no cae ninguno porque hace mucho que los otros dejaron de crecer debido a que no fuimos capaces de defenderlos.