Sin ningún ánimo de ser pretencioso, no creo que haya que ocultar que uno trata de dedicar parte de su tiempo libre a sus necesidades espirituales, más allá de escuchar la Palabra de Dios cuando corresponde, recibiendo el Cuerpo de Cristo en buenas condiciones, como verdaderamente se debe.
Como no creo que sea algo que no se deba de saber, diré que recientemente estuve, por enésima ocasión, en una especie de retiro carismático (en otros términos, una actividad del entorno de la Renovación Carismática Católica) que tuvo lugar el pasado fin de semana.
Durante el mismo, recibimos una enseñanzas, a cargo de un cura navarro que vino a ser el Padre Aizpún. Presté atención a todo lo que se explicó y traté de llevarlo, como siempre, a la práctica más cotidiana, pero hubo una parte que me impresionó bastante, en la manera de explicarla: el miedo como algo que beneficia al demonio.
Lo demoníaco nunca puede separarse de lo malévolo
Diariamente, el hombre se ve en necesidad y deber de afrontar una pequeña cruzada que, por decirlo de alguna manera, podría considerarse como espiritual, si queremos darle un término en sí. Todo ese cúmulo de circunstancias y abstracciones a considerar como antítesis de Cristo están perennes, por el momento, desgraciadamente.
Bajo un prisma tomista que facilita cierta comprensión, podemos asimilar que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de todos nosotros a imagen y semejanza así como en igualdad de dignidad moral, es representante del Bien, la Verdad y la Belleza, conceptos que suponen también la consecución libre de los fines últimos.
Frente a ello, ya sea por sí mismo o implicando a otros de manera coactiva o manipuladora (entrando en trampas como el consenso, el chantaje, la tendencia mayoritaria o la mera actitud de engañar al prójimo), el sujeto se ve tentado a incurrir en pecados que bien son veniales y capitales.
No necesariamente se trata de que el sujeto esté convencido de que obra bien, sino que cree que no está obrando mal o que, en su defecto, no estaría siendo consciente del espantoso impacto de sus acciones (hay que decir, siguiendo el Evangelio de Mateo, que uno es conocido por sus frutos).
El caso es que se ve tentado de una u otra forma bajo la influencia del demonio. El diablo siempre se encarga de dar coletazos y de hacer mella para su propio interés, aprovechándose incluso de la inocencia de quien sea necesario. Pero es que con eso se prueba que lo demoníaco es la representación de la maldad.
Con lo cual, si el Bien y el Mal son términos antagónicos, que no admiten ninguna clase de término medio entre ambos, podemos denunciar que Dios y el Demonio son plenamente rivales. De hecho, bajo afán de acabar con el primero, nos vemos abocados a problemas de índole luciferina constantemente, desde tiempos remotos.
Evitar que nuestra psiqué acabe gustando al Demonio
Para que el demonio pueda llevar a cabo sus planes, necesita que nosotros seamos prácticamente incapaces de combatirle. De hecho, si no consigue convencernos, puede que le resulte suficiente con que nos apliquemos de manera autónoma una serie de cadenas humanas.
La cuestión es que muchas veces nos callamos o limitamos a actuar porque tenemos miedo. No importa cuán justa o beneficiosa pueda ser nuestra acción. Nos puede más, a primera vista, el temor al qué dirán, al reproche vacuo, al tener ciertas consecuencias negativas a corto plazo... Incluso se nos dice que "no nos metamos en berenjenales".
Obviamente no se está fomentando aquí la irresponsabilidad en términos de salud, economía y conductas varias. Es lógico que uno quiera, por ejemplo, prevenir determinados tipos de cánceres, buscar un trabajo mejor, ahorrar para poder sacar adelante a sus hijos o informarse sobre determinadas catástrofes naturales.
Tampoco estamos batallando contra el buen sentido de la regla, la norma y la autoridad (nada que ver con el legalismo o el racionalismo positivista). Podemos decir que nos preocupa, más bien, que nuestra estricta aversión al riesgo pueda romper todo límite y alcanzar el más pleno absurdo.
Pero es que tener valentía no es necesariamente cuestión de participar manifiestamente en la vida pública, ya sea a través de una asociación o de un partido político, para hacer contrapolítica frente al mal, o de tener miedo a inversiones económicas y financieras que pueden beneficiar en el largo plazo a la sociedad.
Podemos llevar a la práctica todo esto en la vida cotidiana de cada uno de nosotros. Por ejemplo, a la hora de ayudar al prójimo, dedicar tiempo a mejoras académicas o profesionales, denunciar injusticias en determinados contextos sociales o expresar públicamente nuestros pensamientos, que puede implicar la voluntad de orar.
Que la Verdad no sea relativa ha de ilusionarnos
No existen verdades relativas contradictorias y contrapuestas entre sí. No, bajo ningún concepto. Lo que existe es una Verdad única a la que se puede llegar de manera libre, por un camino heterogéneo que deba de ser el adecuado. Con lo cual, no hemos de tener miedo al qué dirán o a leyes humanas que pueden estar fundamentadas por el error.
Sabemos que el Espíritu Santo busca siempre lo mejor para nosotros (sin ninguna clase de excepción). Con lo cual, si creemos en lo que realmente son el Bien y la Verdad, no temamos. Haciendo paráfrasis de cierto discurso de San Juan Pablo II, diré que hemos de ser valientes y abrir las puertas y el corazón a Cristo.