“Acercándose a ellos, Jesús les dijo: Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. (Mt 28,17-20)

El dogma de la Santísima Trinidad nos enseña una verdad que conocemos porque nos ha sido revelada por Jesús, pues sin su ayuda jamás habríamos podido acceder a ella. Nos habla de la intimidad de Dios: Hay una sola naturaleza divina, un solo Dios, pero existen tres personas distintas -Padre, Hijo y Espíritu- iguales en dignidad y que participan de esa única naturaleza.

Además, el dogma de la Trinidad nos recuerda cómo es la vida que se lleva en el Cielo. Las tres divinas personas son una, en el sentido de que participan de la común naturaleza. A la vez, son diferentes, pues cada es ella misma, persona distinta a las otras dos. Es un misterio, ciertamente, pero un misterio enriquecedor porque nos enseña cómo tenemos que intentar vivir en la tierra: respetando las diferencias que existen en los demás –las que no son nocivas, por supuesto- y a la vez buscando la unidad, buscando la caridad y el amor recíproco.

Por lo tanto, a imitación de la Santísima Trinidad, déjale al otro que sea él mismo, no intentes que sea una copia tuya. Respétale en aquello que tiene legítimo derecho a ser o a hacer, aunque no sea lo que tú harías, porque él no tiene por qué ser como tú, pensar como tú o vivir como tú. Además, el hecho de que sea diferente a ti es bueno para ti, pues te enriquece, te complementa. Sin embargo, este respeto a las legítimas diferencias hay que compensarlo con una búsqueda intensa y sincera de la unidad.