El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos (Mc 10,45).
La muerte en Cruz de Cristo es culto agradable a Dios y salvación para el hombre. Esta antífona quiere subrayar lo segundo.

La Eucaristía es precisamente el memorial de esa entrega de la vida en rescate por todos. En las antiguas prescripciones de Israel, el era ese pariente a quien le correspondía bien mantener el patrimonio familiar (Lv 25,23-26) bien encargarse de una viuda (Rut 4,5) bien vengar el asesinato de alguien de la familia (Nm 35,19) bien liberar a algún pariente de la esclavitud en que hubiera podido caer (Lv 25,47ss).

El Hijo de Dios se ha hecho hijo de Adán, para ser nuestro pariente más cercano (cf. Hb 2,1115), nuestro go´el. El pecado nos despojó del patrimonio más precioso, del único importante: la comunión con Dios; Jesús, al dar su vida, nos entrega la participación en la divina. El pecado rompió el lazo de amor entre Dios y la humanidad; Jesús, con amor crucificado, se ha desposado con su Iglesia. El hombre al pecar sufrió la peor de las muertes, la del alma; Jesús se ha vengado de nuestro asesino y ha vencido a la muerte y al pecado. Tras pecar, el hombre, por miedo a la muerte, vive esclavo del diablo; Jesús ha roto esas cadenas y nos da la libertad de los hijos de Dios.

Él ha dado su vida por todos. Pero no nos impone el regreso a la casa del Padre, nos lo ofrece y posibilita. Al ir a comulgar, una vez más, aceptamos que el sea nuestro divino