Son numerosos los católicos que están convencidos de que los abortistas -y al señalarlos nos referimos a quienes suministran la argumentación y la ponen en circulación, a quienes la secundan desde la estupidez o la connivencia consciente y a quienes ejecutan el macabro genocidio-, lo son por ignorancia. Según este buenismo, que ha prendido en amplios sectores católicos, los abortistas realmente creerían que el embrión o el feto no son humanos, obrando de este modo de buena fe. Tal presunción se fundamenta en que nadie podría ser tan diabólico como para exterminar -o justificar el exterminio- de seres humanos indefensos e inocentes si verdaderamente supieran lo que están haciendo.
 
Pero se equivocan. Las mentes que han pergeñado el genocidio abortista defienden la matanza con plena conciencia de que exterminan seres humanos. El debate al respecto -tenía la razón la flamenca ministra-, no conduce a parte alguna, aunque el católico está persuadido de que, si se les demuestra finalmente que se trata de seres humanos, los abortistas arrojarán la toalla. Pero el problema es que no se les puede convencer de que se trata de seres humanos, sencillamente, porque ya están convencidos.
 

 
En lo que muchos católicos no reparan –o lo que muchos católicos no quieren entender- es que el exterminio masivo de criaturas inocentes e indefensas es un precio que los abortistas están dispuestos a pagar con tal de alcanzar la utopía pansexualista y hedonista que persiguen.
 
La anterior utopía progre, la sociedad igualitarista, costó a la humanidad cien millones de muertos. Cálculos razonables estiman que la actual ya ha multiplicado esa cantidad por diez. Eso sí, la brutalidad de la matanza es envuelta en consideraciones humanitarias, en las que no faltan las lágrimas de cocodrilo. Cada vez que al católico le pinchen el disco de que “ninguna mujer aborta por gusto” (como si eso importase algo) y cada vez que le frunzan el ceño solemnemente asegurando que nadie quiere el aborto, el católico debería rememorar esa imborrable estampa que nos dejaron las ministras socialistas en el Congreso de los Diputados saltando de alegría al compás de la aprobación de la nueva ley del aborto, que ilustra con más contundencia que cien discursos cuáles son sus auténticos sentimientos ante el genocidio.
 
Cuando le informaron a Bertolt Brecht –seguramente uno de los hombres más viles que han existido- acerca de la inocencia esencial de las víctimas de Stalin, se limitó a vomitar: “cuanto más inocentes son, más merecen morir”. Entre aquellas víctimas inocentes se hallaba un antigua amante suya.
 
Esa es la mentalidad que justifica el aborto.  
 
 Fernando Paz