El sábado pasado tuve la suerte de asistir a una beatificación. Lo considero todo un acontecimiento, una gran fiesta de la Iglesia: uno de nosotros es elevado a los altares. Fiesta no, ¡fiestón!
La nueva beata es una mujer del Opus Dei: Guadalupe Ortiz de Landázuri. 2 cosas me llamaban la atención antes de que empezara la ceremonia:
1-Que el primer laico del Opus Dei en ser beatificado fuera una mujer.
2-Que me llamo igual que ella, y eso la hace más cercana, un ejemplo imitable, alcanzable.
Cómo llegué allí fue una de esas carambolas de Dios, imprevistas y por eso más gratas: pocos días antes una amiga muy querida me ofreció unas entradas.
Pero Dios siguió haciendo carambolas durante la misa, ¡muy gracioso Él!, y fue tocando y removiendo mi interior, llamando mi atención en esto y en aquello.
¿Con qué actitud había acudido yo? Con mucha alegría por ver a una hermana en la fe proclamada beata; con mucha alegría porque, aunque no soy del Opus Dei, varias personas de mi familia sí lo son, y porque en mi relación con el Opus Dei, aunque he tenido alguna mala experiencia con personas concretas, el balance es muy positivo: he recibido, y sigo recibiendo, mucho y muy bueno. Y por todo esto deseaba compartir ese momento de alegría con todos mis amigos del Opus Dei.
Y como he aprendido que a Dios hay que acercarse siempre sin miedo y con el corazón abierto, así estaba yo al empezar la ceremonia. Y Él nunca defrauda a quienes creen y esperan en Él.
Lo primero que me hizo sacar mi libreta y mi boli fue que el celebrante dijo que Guadalupe brillaba, no con su propia luz, sino con la luz de Cristo, y que todos los cristianos tenemos la responsabilidad de transmitir la luz de Cristo que se nos ha dado.
Es esa luz la que nos convierte en lámparas. Y las lámparas se inventaron para dar luz. Y yo quiero ser una lámpara que dé mucha luz, la luz de Cristo.
También escuché que un cristiano debe tener vida de piedad, tratar a Dios habitualmente y con naturalidad. Y abandonarse en Él, DEJARLE SER DIOS. Dejarle hacer las cosas a su manera y no estar todo el rato preguntándole: “¿cómo va eso que te pedí, que te confié, que puse en tus manos?”.
Esto para mí es súper difícil, el no saber qué va haciendo el Señor con mis cosas; el no estar viendo lo que hace; el abandonarme y dejarle a Él hacer y deshacer.
Porque aunque yo me creo que confío a lo bestia, que tengo muchísima fe… ¡no es verdad! ¡Me sigo preocupando, me sigo agobiando, sigo inquieta! Y eso es porque no confío del todo, porque no me abandono del todo.
Otra cosa que me pellizcó el corazón fue escuchar que los cristianos tendríamos que tener una actitud siempre alegre, incluso en las circunstancias más dolorosas y difíciles. ¡Sí, claro! Esto suena muy bonito, casi con música y todo, pero es muy muy difícil. Sí que lo es.
¿Quién de nosotros no tiene algún sufrimiento en su vida, del tamaño que sea? A mí me hace mucha gracia eso de que “hay cosas peores”. Sí, claro que las hay, pero la sabiduría popular dice “que cada palo aguante su vela”, y la vela de cada uno es la que nos pesa, y mientras yo sufro por lo mío no me consuela saber que otros sufren más que yo, qué quieres que te diga.
No es que me dé igual el dolor de otros, es que bastante tengo con llevar el mío con garbo y tratando de estar alegre en medio del sufrimiento.
Pero aquí vino la otra carambola de Dios, cuando el celebrante dijo que la santidad consiste en salir de uno mismo para acudir al encuentro de los demás. ¡Jolín, no tenía escapatoria! Ahora que lo he escuchado no puedo quedarme mirándome el ombligo, llorando por los rincones ante mis problemas y angustias.
Porque Cristo, mientras agonizaba en la Cruz, salió de sí mismo para ocuparse de su Madre, de Juan, de Dimas… ¡y nadie tenía más derecho que Él a quedarse llorando por sus propios problemas!
Pues si Cristo nos dio ese ejemplo y queremos ser discípulos fieles, debemos salir de nosotros mismos y acudir al encuentro de los demás.
Eso no es cómodo ni apetece. Cuando sufrimos lo que nos apetece es que nos hagan caso y nos consuelen a nosotros, ¿no?
La última carambola de Dios de esta semana fue llevarme a una reunión de Emaús. Tener una comunidad donde compartir la fe y las gracias de Dios ¡es lo más!
Y estar en una adoración eucarística, delante de Jesús de Nazaret en persona, ¡es más que lo más! Aunque haya allí 50 personas, Cristo hace que te sientas como si fueras la única que está con Él. Te mira a los ojos, te coge las manos y te escucha con todo el interés del mundo, pone su mano en tu corazón y lo llena de paz, de amor y de confianza. Y no es un subidón que se pasa, qué va, te lo llevas a casa y dura y dura, más que las pilas Duracell.
A los cristianos se nos tiene que notar esa fe, esa alegría que no es “ji ji, ja ja”, sino un gozo que no es de este mundo sino que viene de Dios y nos permite no hundirnos ni amargarnos aunque suframos.
Se nos tiene que notar que nos queremos de verdad como Él nos quiere. Se nos tiene que notar, para que quienes nos vean lo deseen para sí mismos. Y Él tiene que hacerles conocer su Amor como nosotros lo hemos conocido.
Para que se nos quede bien la idea, escuchemos y leamos atentamente la letra de la canción que comparto hoy: “Es por tu gracia”, de Jesús Adrián Romero.