Lejos de la patria querida como me encuentro, me resulta aún más grato y placentero celebrar tal día como hoy la fiesta nacional de España, la de la Virgen del Pilar, la Pilarica, una advocación mariana que con toda lógica y merecimiento, da patronazgo a ese concepto tan hermoso y lamentablemente en desuso hoy que es el de la Hispanidad.
La de la Virgen del Pilar, patrona de la Hispanidad -y no, como erróneamente creen algunos, de España, honor que recae en la Inmaculada Concepción desde que en el año 1760 así lo declarara mediante breve el Papa Clemente XIII a petición del Rey Carlos III- porque con ocasión de su festividad tuvo lugar el descubrimiento del Nuevo Continente por los marinos españoles, es una vetusta tradición cuyo más antiguo testimonio tal vez sea el bajorrelieve del s. IV sito en la tumba de Santa Engracia en Zaragoza. Un bajorrelieve que refleja una Virgen “en el aire”, que bien podría reflejar la Asunción de María, pero que también podría estar retratando el momento del descenso de la Virgen para posarse en el pilar de la capital del Ebro y presentarse sobre él a Santiago apóstol durante la predicación de éste en España.
El testimonio escrito más antiguo del mismo evento conocido hoy, tal vez sea el del monje Almoino, de la Iglesia de Saint Germain en París, datable hacia el año 855, en el que se refiere a la Iglesia de la Virgen María en Zaragoza, y dice, en la que habría “servido en el s. III el gran mártir San Vicente”.
La base y contenido de la tradición de la Virgen del Pilar se halla sin embargo en un códice datable en 1300, -aunque algunos han intentado argumentar que dataría de principios del s. VII-, que, custodiado en la Basílica del Pilar de Zaragoza, relata con todo lujo de detalles la entera escena, lo que hace con estas palabras:
“Entre tanto, Santiago el Mayor, hermano de Juan, hijo del Zebedeo, por revelación del Espíritu Santo, recibió un mandato de Cristo para que viniese a España a predicar la palabra de Dios. El se dirigió inmediatamente a la Virgen, le besó las manos y le pidió con piadosas lágrimas la licencia y bendición. La Virgen le dijo: “Ve, hijo; cumple el precepto de tu Maestro, y por el mismo te ruego que en una ciudad de España, donde convirtieres mayor número de hombres a la fe, edifiques una iglesia en memoria mía, como te mostraré que lo hagas”. Saliendo, pues, Santiago de Jerusalén, anduvo predicando por España. Recorriendo Asturias, llegó a la ciudad de Oviedo, donde convirtió uno a la fe. Entrando luego en Galicia, predicó en la ciudad de Padrón. De allí se dirigió a Castilla, que se llama la España Mayor, y finalmente a la España Menor, que se llama Aragón, en aquella región que se dice Celtiberia, donde está situada Zaragoza, a orillas del río Ebro.
Aquí predicó Santiago muchos días, logrando convertir para Cristo a ocho hombres. Con ellos se entretenía a diario acerca del reino de Dios, y por la noche se iba a una era cerca del río, donde se echaba en la paja. Allí, después de un breve reposo, se daban a la oración, evitando las turbaciones de los hombres y las molestias de los gentiles. A los pocos días, estando el Apóstol con los fieles sobredichos, cansados de la oración hacia la media noche, y durmiendo ellos, oyó Santiago voces de ángeles que cantaban: “Ave Maria, gratia plena”, como si empezasen los maitines del oficio de la Virgen con este suave invitatorio. El, arrodillándose en seguida, vio a la Virgen, madre de Cristo, entre dos coros de millares de ángeles, colocada sobre un pilar de mármol. La armonía de la Celestial Milicia de los ángeles terminó los maitines de la Virgen con el verso Benedicamus Domino.
Acabado éste, el piísimo semblante de la bienaventurada Virgen María llamó a sí dulcísimamente al santo Apóstol, y le dijo: “He aquí, hijo mío, Santiago, el lugar designado y deputado para mi honor. Mira este pilar en que asiento. Sabe que mi Hijo, tu Maestro, lo ha enviado desde lo alto por mano de los ángeles. Alrededor de este sitio colocarás el altar de la capilla. En este lugar obrará la virtud del Altísimo prodigios y milagros admirables por mi intercesión y reverencia a favor de aquéllos que imploren mi auxilio en sus necesidades. Y el pilar estará en este lugar hasta el fin del mundo, y nunca faltarán en esta ciudad adoradores de Cristo”. Entonces el apóstol Santiago, lleno de alegría, dio innumerables gracias a Cristo y también a su madre. Luego aquel ejército de ángeles, tomando a la Señora de los cielos, la restituyó a Jerusalén y la colocó en su celda. Este es aquel ejército de ángeles que Dios envió a la Virgen en la hora que concibió a Cristo, para que la guardasen y acompañasen en todos los caminos, y conservasen ileso al Niño.
Gozoso el bienaventurado Santiago con tal visión y consolación, empezó inmediatamente a edificar allí la iglesia, ayudándole los que había convertido a la fe.”
Técnicamente hablando, la de María en Zaragoza no sería propiamente una aparición, sino mas bien una traslación en carne y hueso, o una manifestación de bilocación de su persona, pues es el caso que según la tradición de la Iglesia, la madre de Jesús todavía estaba viva cuando el hecho acaece. Lo que en todo caso refleja la tradición en cuestión es la especial vinculación que unió a la madre de Jesús con los hijos de Zebedeo, siendo así que uno de ellos, Juan, se hizo cargo de su manutención por especial requerimiento de su hijo (ver Jn. 19, 27), mientras el otro recibiría el apoyo de la madre del Maestro en los momentos más difíciles de su ministerio.
En cuanto a la fecha de la traslación, no se habría producido nunca más tarde del año 43, año en el que ha de situarse la muerte del apóstol español, única que, más allá de la del traidor Judas, reseñan los textos canónicos, y más concretamente los Hechos de los Apóstoles, donde podemos leer:
“Por aquel tiempo el rey Herodes [se trata de Herodes Agripa, que reinó en Judea entre los años 39 y 44] echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos. Hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan” (Hch. 12, 1).