El Evangelio de la Misa de este domingo (Lc 17,1119) nos presenta a diez leprosos que acuden a Jesús: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”. El Salvador les dijo que fuesen a presentarse a los sacerdotes judíos que eran los encargados en aquel tiempo de comprobar la curación de los leprosos. Y mientras iban de camino se encontraron curados. De los diez que habían sanado, solamente regresó un samaritano para dar gracias a Jesús: “¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?”.
 
Aquel hombre fue agradecido con Jesús porque acababa de mostrarse su bienhechor concediéndole la curación que le había pedido. Con ser muy grande aquel beneficio, no es mayor que los que nosotros recibimos cada día de Dios, principio y causa de todo el bien que poseemos y esperamos.

También nosotros debemos mostrarnos agradecidos a Dios por todos los beneficios generales y particulares, conocidos y desconocidos. Tampoco debemos dejar de alabar a Dios cuando nos suceden pruebas y sufrimientos que Él permite y que sirven para probar nuestra fidelidad y amor, expiar nuestras culpas y merecer un premio mayor.

Pero sobre todo debemos agradecer a Dios los bienes que recibimos en el orden sobrenatural y, de manera muy particular, las gracias que nos concede. Pensemos, sobre todo, en la trascendencia del fin último del hombre, concedido gratuitamente, más allá de las facultades de nuestra naturaleza. 

La justificación gratuita
En aquellos leprosos que no podían alcanzar la curación por sí mismos encontramos una imagen de la situación del hombre que no puede justificarse delante de Dios por sus propias fuerzas.

La vocación del hombre es la unión con Dios, en la visión beatífica, que sólo puede alcanzar mediante la gracia de Cristo y es la única felicidad plena y perfecta. Este fin sobrepasa las fuerzas de la naturaleza, de ahí que haga falta una especial ayuda de Dios para alcanzarlo.

A esa ayuda llamamos “gracia”, un don sobrenatural que Dios nos concede para alcanzar la vida eterna. Hay dos clases de gracia: la gracia santificante y la gracia actual.
Gracia santificante es la que nos hace hijos de Dios y herederos del cielo. Las gracias actuales son ciertos socorros que Dios nos da para evitar el mal y obrar el bien. La gracia actual está ordenada a adquirir, conservar y aumentar la vida sobrenatural, que nos ha sido dada por la justificación.

Y la colaboración del hombre
La gracia actual es necesaria para salvarnos pero nuestra cooperación no es menos necesaria. Dios ha dispuesto que el éxito de su ayuda dependa de nuestra colaboración, esta es su providencia salvadora para que podamos gozar de la gloria como merecida por nosotros, a la vez que gratuita. «Te pedimos, Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien» (Oración colecta).

Gratuitamente es entregada por Dios esa gracia a nosotros. Merecidamente es recibida esa gracia por nosotros a causa de los sufrimientos de Cristo. Y merecidamente también es recibida y conquistada por nosotros la gloria mediante el consentimiento libre de nuestra voluntad y nuestra cooperación.

En los leprosos que no agradecen la curación recibida vemos a los cristianos que no aprovechan las gracias actuales. En la fe del samaritano descubrimos al cristiano capaz de reconocer los beneficios de Dios que nos elevan a un orden sobrenatural que es la causa final de la Vida, Pasión y Muerte de Jesucristo, el principio de una felicidad sólo comparable a la del mismo Dios y cuyo menosprecio sería la más increíble ingratitud.

Que la Virgen María, la llena de gracia, nos enseñe a acoger y nos alcance todos los dones y beneficios que Dios nos hace llegar