Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, Dios de Israel (Sal 130(129),3s).
Esta antífona marca una actitud clara ante la celebración. El creyente no está ante una ritualidad que no vaya más allá de sí misma, ni ante un juego de nociones que puedan tener una expresión más o menos simbólica. La celebración es una interacción entre Dios y los creyentes, es algo interpersonal.

La asamblea y cada uno de los que la forman no se dirigen a una idea de Dios ni a una imagen mental que se hayan podido elaborar, sino que se dirigen a Él. Y lo hace con una conciencia clara de dónde está cada uno.

Entre Dios y nosotros hay una infinita distancia. No solamente en cuanto al ser, Él es el creador y nosotros las criaturas, sino también por cuanto hemos decidido ser. Sin excepción, cuantos acudimos a la Eucaristía somos pecadores. Es de esperar que, al menos nocionalmente, todos lo tengamos claro. Menos son los que anhelan, buscan y mendigan en la oración saberlo realmente. Gracias a Dios, algunos se saben pecadores y su humildad enriquece a los demás.

Pero la distancia, insalvable para nosotros, no es un imposible para Dios. Sólo de Él procede el perdón y, por ello, podemos vivir con esperanza. Si no hubiera perdón, el mundo sería una desesperación. Mejor sería vivir en la ignorancia. Pero la esperanza en la misericordia nos permite saber de nuestra miseria y pedir nuestra riqueza.

A ello vamos hacia el altar. Movidos por la esperanza, que mana de la Cruz, acudimos a la celebración del memorial de la Pascua. Él nos da la verdad de nosotros y de allí nos viene la salvación.