La película cuenta con méritos incuestionables, sobre todo en lo que a la producción se refiere. Los nostálgicos de los años sesenta pueden darse una vueltecita en esa máquina del tiempo que puede ser una sala de proyección. También está muy lograda la interacción de entes de ficción y personajes humanos.

Sin embargo, sus defectos son notables, lo que no es impedimento para que de ellos se saque algo positivo. Dejando aparte los tópicos en los diálogos y caracterizaciones –la caricaturización no tiene por qué caer en manidas frases de propaganda ideológica–, o la poca garra que tiene la narración, lo que hace insufrible el conjunto es la exaltación del sinvergüenza; la leyenda de la "lápida conmemorativa" final no deja lugar a dudas: el "magnus" del título no es irónico.

El tal Vázquez, tal y como queda retratado, es ejemplar, pero en el sentido cervantino del término. Sin embargo, el espectador se encuentra con la glorificación de un bígamo, falsificador, estafador, moroso profesional, padre irresponsable, machista, putero, carterista,... Un personaje, en extremo narcisista, que se cree por encima de los demás y, por considerarse el bueno, el "aristos", con derecho a explotar a todos cuantos lo rodean. Todo tiene que girar en torno a él. Si algún espectador le descubre algún gesto de altruismo, me sorprendería. Afortunadamente, cuando una de las mujeres queda embarazada, no se le ocurre hacerle abortar y hasta parece que se alegra por el hecho. Pues bien, todo esto se presenta  como una gloria nacional. La más repugnante picaresca convertida en leyenda.

Con todo, puede sacarse algo de ella. Si le damos un giro cervantino y la convertimos en una novela ejemplar, nos puede servir como alegoría de la España zapateril y, especialmente, de la política económica. Es lástima que se confunda el progreso con el narcisismo.