Hace poco cayó en mis manos un libro titulado “Padres fuertes, hijas felices” (Meg Meeker, Ciudadela), que promete contarme 10 secretos que todo padre debería conocer. Como tengo una hija lo he leído con especial interés. Y como suele pasar en estos casos el resultado es mitad satisfactorio, mitad decepción... hasta el capitulo 8.
Los capítulos 1 a 7 son más o menos previsibles: que soy el hombre más importante de su vida (supongo que hasta que se case, en que espero que el más importante sea su marido, que para eso serán una sola carne), que necesita un héroe (me salió un sonrisa al leer esto), que soy su primer amor (esto no me sonó bien, tiene un nosequé...), que le enseñe humildad, pragmatismo, firmeza... (por supuesto, esto y otras muchas cosas), que la proteja y la defienda (faltaría más), y que sea el hombre que quisiera para marido de mi hija (buena comparación).
Pero en el capítulo 8 me dice, atención, que le enseñe ¡a conocer a Dios! ¿Está usted segura señora Meeker de lo que dice? Mire que va usted contra el sistema imperante y se le pueden echar encima los verdi-progres de turno. Además, añade que desde su experiencia como médico pediatra está convencida de que las niñas necesitan que sus padres les hablen de Dios.
Pero, y valga la redundancia, hay un pero. La señora Meeker justifica esta necesidad en que las niñas: 1) necesitan ayuda, y 2) necesitan esperanza. Seguro que ella quería decir otra cosa, pero…
Mire, señora Meeker, si hay una razón para hablar de Dios a mi hija, es que Dios quiere que lo haga. No solo eso, Dios quiere que yo le ame y que le enseñe a mi hija a hacerlo, porque para esto nos ha creado y sólo así el hombre será feliz aquí y Allí. Si además eso le da ayuda y esperanza pues mejor.
PD: para los materialistas preocupados por el futuro de sus hijos (entiéndase mayormente necesidades materiales), Dios es la mejor herencia que uno puede dejarles. El dinero ayuda, pero una herencia sin Dios vale muy poco. Que se lo digan a Onassis.
Aramis