Cuando se llega a la mitad del camino de la vida, que diría Dante, todo comienza a verse de otra manera. Ni mejor ni peor. Distinto. Puede que con una perspectiva más asentada. Ya no es aquella infancia infinita donde correteaban los duendes junto a la cama y coleccionábamos cromos y perseguíamos lagartijas o canicas. O aquella juventud, donde los sueños eran nuestra realidad, paseando por el parque de la mano de los poetas. Ni esa primera madurez, en la que aprendes a percibir que muy pocas cosas son lo que parecen, pues el disimulo y el vaivén son los reyes del mundo.
Ahora la vida adquiere otro tono, otro ritmo, otra textura. Se adquiere conciencia de la muerte, y el dolor es la experiencia que nos revela la magnitud de la alegría. Se aprende a valorar lo pequeño, lo sin importancia. El caer de una hoja, el reflejo del agua... Eres capaz de ensimismarte ante lo que el mundo desprecia en su prisa, o abulia. ¡Mira que no pasmarse con el movimiento del trigo antes de la cosecha! El viento acaricia los campos en un oleaje amarillo salpicado de algunas flores. Y de repente unos chopos en el mismo centro de tu alma. Tu memoria nada en esa visión. Y sabes que otra visión más profunda te está mirando a ti. Por eso fijas la mirada de otro modo. Una mirada más interior y más perspicaz se extiende a tu alrededor.
Quieres ser feliz, que es de lo que se trata. Pero no con ese pasajero bienestar que todos conocemos. No. Quieres una felicidad distinta, que no claudique ante las contrariedades. Es más, que esas mismas tribulaciones sean el motivo de un aprendizaje que te haga descubrir la verdad más nítida de tu alma. Y la vida ya no será esa indiferente sucesión de días. Porque el tiempo sin alma carece de interés. Apenas una fría cronología que devana las horas y su insensatez. El alma es la verdadera complexión de nuestra existencia. Y con ella respiramos y aspiramos a un modo más juicioso de entender el mundo y al hombre.