El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan y bebemos del mismo cáliz (1Cor 10,17).
El sacrificio de la Nueva Alianza es la Cruz de Cristo. No se trata de un contrato social, sino de la Alianza en su sangre, que es  donde está el hontanar de la Iglesia, ahí es constituido el nuevo pueblo de Dios. La Iglesia no nace del pueblo soberano, estamos ante una theo-arquía.

No son nuestras voluntades convergentes las que hacen la comunidad fraterna, sino que es el Padre de Jesucristo el que nos hace por el bautismo hijos suyos. Y no son los lazos de afectividad meramente humana los que nos unen, sino que en el Espíritu Santo somos uno en el Amor divino. Ese es el gran poder que nos rige y constituye como Iglesia, estamos ante una ágape-cracia.

Qué lejos estamos de un mundo narcisista en el que nosotros mismos seamos la medida de las cosas, cuando nos acercamos al altar. La desmedida entrega de Cristo, amándonos hasta el extremo, es la que nos habla de la mesura de la infinitud y eternidad divinas a las que estamos convocados. La Eucaristía nos recuerda que hemos sido creados a imagen y semejanza divina, no que Dios sea una creación conforme a nuestra figura.

La Eucaristía es la que hace a la Iglesia y nosotros formamos parte del único Cuerpo de Cristo, somos uno solamente en la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo, en la comunión de su misterio pascual.