Bueno es el Señor para el que espera en Él, para el alma que le busca (Lam 3,25).
Sólo Dios es bueno y solo es bueno. No necesita de nadie para serlo, es la fuente de su bondad y la misma bondad. En todas sus obras se manifiesta. Cada una de sus criaturas, de distinta manera, habla de ella; cada pequeño bien dice del artista que lo creó. Y, al ser absoluta y totalmente bueno, la bondad de su obrar no tiene ninguna sombra.
La libertad de las criaturas que gozan de ella, los hombres y los ángeles, es también un reflejo del sumo bien, que es Dios. Nuestras decisiones no crean la bondad de Dios, pero decidimos nuestra relación con ella. Podemos rechazar definirnos en relación al Bien, a Dios como sentido último de nuestra existencia. No hay mayor contradicción, no hay negación de nosotros mismos comparable a ésta. El rechazo de lo más íntimo, más que nuestra intimidad, nos desgarra con hondura sin parangón posible. Y podemos decidirlo para toda la eternidad. Un no por siempre al origen, causa, fundamento y fin de cada uno de nosotros.
Pero también podemos, por su graciosa bondad, definirnos afirmativamente respecto a Él. La Eucaristía es un anticipo del cielo. La bondad divina nos sale al encuentro, se nos hace presente en el sacramento y movidos por la atracción de su belleza, decidimos ser comulgantes de bondad.
La procesión del momento de la comunión es de los peregrinos que esperan en la bondad divina, de sus buscadores. Y al comulgar se convierten en testigos de su bondad; Dios, en la Eucaristía, es bueno para nosotros, sobre el bien que es ser, nos sobre-beneficia yéndonos divinizando ya en esta vida.
La libertad de las criaturas que gozan de ella, los hombres y los ángeles, es también un reflejo del sumo bien, que es Dios. Nuestras decisiones no crean la bondad de Dios, pero decidimos nuestra relación con ella. Podemos rechazar definirnos en relación al Bien, a Dios como sentido último de nuestra existencia. No hay mayor contradicción, no hay negación de nosotros mismos comparable a ésta. El rechazo de lo más íntimo, más que nuestra intimidad, nos desgarra con hondura sin parangón posible. Y podemos decidirlo para toda la eternidad. Un no por siempre al origen, causa, fundamento y fin de cada uno de nosotros.
Pero también podemos, por su graciosa bondad, definirnos afirmativamente respecto a Él. La Eucaristía es un anticipo del cielo. La bondad divina nos sale al encuentro, se nos hace presente en el sacramento y movidos por la atracción de su belleza, decidimos ser comulgantes de bondad.
La procesión del momento de la comunión es de los peregrinos que esperan en la bondad divina, de sus buscadores. Y al comulgar se convierten en testigos de su bondad; Dios, en la Eucaristía, es bueno para nosotros, sobre el bien que es ser, nos sobre-beneficia yéndonos divinizando ya en esta vida.