En tu poder, Señor, está todo; nadie puede resistir a tu decisión. Tú creaste el cielo y la tierra y las maravillas todas que hay bajo el cielo. Tú eres dueño del universo (Est 4,17b-c (13.9.10s)).
La antífona esta compuesta con parte de la oración que Mardoqueo, en la situación de peligro de extinción del pueblo de Dios, acordándose de todas sus maravillas, le dirige para pedirle la salvación del exterminio con el que se ven amenazados por el decreto que Amán ha conseguido del rey Asuero. Pero omite significativamente una frase que se encuentra al final del v. 9, conforme a la numeración de la Vulgata: "Si has decidido salvar a Israel".
Quienes acudimos a la Eucaristía estamos en una situación análoga; nuestro peligro es inminente y sumamente grave, nuestras posibilidades, sin Dios, nulas. Estamos amenazados de exterminio. Si somos el cuerpo de Cristo, ¿podemos considerar que la confabulación contra Él no tiene que ver nada con nosotros? ¿Las fuerzas del mal que quisieron eliminarlo en la Cruz acaso no quieren hacernos daño a nosotros? El peligro en el que estamos es más grave que un genocidio, pues está en juego nuestro destino eterno.
Mardoqueo se daba perfecta cuenta de la situación en la que estaba y sabía del poder de Dios. Por ello, su oración era poderosa y modelo para la nuestra. Este saber, sin la más mínima duda, la realidad del peligro y la necesidad de Dios los necesitamos para comenzar y vivir a fondo la celebración eucarística. Precisamos conocer lo poco que podemos y también las maravillas de Dios, que todo está en su mano, como su creador y dueño.
Pero nuestra oración, nuestras celebraciones se enriquecen por la firmeza que da la esperanza en la misericordia de Dios. En ella no hay condicional; sabemos que Dios quiere salvar a su Iglesia y que el poder del infierno no prevalecerá sobre ella. Esa salvación la gustamos ya ahora.
Ahora bien, que esto sea así no garantiza la salvación individual de cada uno. Nuestra participación en la celebración del misterio de nuestra redención queda desvirtuada por la presunción en una salvación al margen de nuestra fidelidad a Dios. La esperanza verdadera mueve a la conversión y al cumplimiento de la voluntad divina.
Quienes acudimos a la Eucaristía estamos en una situación análoga; nuestro peligro es inminente y sumamente grave, nuestras posibilidades, sin Dios, nulas. Estamos amenazados de exterminio. Si somos el cuerpo de Cristo, ¿podemos considerar que la confabulación contra Él no tiene que ver nada con nosotros? ¿Las fuerzas del mal que quisieron eliminarlo en la Cruz acaso no quieren hacernos daño a nosotros? El peligro en el que estamos es más grave que un genocidio, pues está en juego nuestro destino eterno.
Mardoqueo se daba perfecta cuenta de la situación en la que estaba y sabía del poder de Dios. Por ello, su oración era poderosa y modelo para la nuestra. Este saber, sin la más mínima duda, la realidad del peligro y la necesidad de Dios los necesitamos para comenzar y vivir a fondo la celebración eucarística. Precisamos conocer lo poco que podemos y también las maravillas de Dios, que todo está en su mano, como su creador y dueño.
Pero nuestra oración, nuestras celebraciones se enriquecen por la firmeza que da la esperanza en la misericordia de Dios. En ella no hay condicional; sabemos que Dios quiere salvar a su Iglesia y que el poder del infierno no prevalecerá sobre ella. Esa salvación la gustamos ya ahora.
Ahora bien, que esto sea así no garantiza la salvación individual de cada uno. Nuestra participación en la celebración del misterio de nuestra redención queda desvirtuada por la presunción en una salvación al margen de nuestra fidelidad a Dios. La esperanza verdadera mueve a la conversión y al cumplimiento de la voluntad divina.