El nacionalismo no es una ideología política moderna. Ni tampoco se puede decir que, por sí misma, sea incompatible con la fe católica. Sin embargo, a lo largo de los años, el nacionalismo ha demostrado una tendencia reiterada a convertirse en “algo más” que una opción política para acercarse casi al ámbito de la fe religiosa, transformándose en una especie de “credo” que pretende dar sentido a la vida y que exige al “creyente” una adhesión total, poniendo la militancia en esta opción política en el primer lugar de la propia vida. Este tipo de nacionalismo es, evidentemente, un paganismo –el “dios” no es Odín, o Baal, o Zeus, sino la nación- y, como tal, es completamente incompatible con el catolicismo; Juan Pablo II lo rechazó de plano y lo denominó “nacionalismo exacerbado”, para identificarlo. Además, este nacionalismo suele ser violento; a veces sus adoradores están dispuestos a morir por la causa, pero sobre todo están dispuestos a matar por ella; el terrorismo de ETA es uno de los más claros ejemplos, aunque no el único. Por último, y para completar la descripción de las características de este tipo de nacionalismos, en la historia se han presentado generalmente ligados a otras doctrinas políticas; así, Hitler llamó a su movimiento “nacional-socialismo” y lo presentó no sólo como la vía para exaltar hasta el infinito a la patria y a la raza alemana, sino también como el camino para solucionar los problemas sociales.

Desde hace años, en España existen dos tipos de nacionalismos, uno de derechas y otro de izquierdas; en el País Vasco ambos grupos se identificarían con el PNV y HB y en Cataluña con CiU y Esquerra; sin embargo, el secularismo radical que nos azota ha hecho que el nacionalismo conservador haya abandonado buena parte de sus raíces católicas, que le moderaban –así, por ejemplo, el PNV ha sido el apoyo imprescindible que necesitaba el PSOE para aprobar la nueva ley del aborto-, mientras que el de izquierdas se ha ido haciendo cada vez más radical y antieclesial. Por eso, aunque con matices, hoy se puede hablar de la existencia de un único nacionalismo, al que habría que tipificar de “nacional-progresismo”, que albergaría en su seno dos corrientes, una más moderada y otra más dura, pero que en muchas cosas coinciden plenamente.

El carácter pagano del nacionalismo exacerbado –no hay que confundir el paganismo con el ateísmo, puesto que el ateo no cree en Dios y el nacionalista exacerbado ha hecho de la patria su dios-, debería haber alejado de su militancia a los católicos y singularmente a los sacerdotes. No ha sido así. Debido a que se ha presentado –casi copiando a Hitler al pie de la letra- como un “nacional-progresismo”-, ha atraído tanto a aquellos que se identificaban con la defensa de la “patria vasca” o de la “patria catalana”, como a aquellos que se preocupaban por los problemas sociales. Monseñor Setién, durante su gobierno de la Diócesis de San Sebastián, logró unir ambas corrientes nacionalistas –la de izquierdas y la de derechas-, dejando marginados a los que no comulgaban ni con una ni con otra –el actual obispo de San Sebastián, monseñor Munilla, fue uno de esos “marginados”-. Logró también que muchos obispos españoles le apoyaran, no sólo en la Conferencia Episcopal sino en Roma, debido a que comulgaban con el talante progresista del entonces prelado guipuzcoano.

El enfrentamiento ahora de un grupo de clérigos y laicos de Bilbao y San Sebastián con sus respectivos obispos se entiende sólo desde los presupuestos anteriores. Tanto Munilla como Iceta, quieren, simplemente, restaurar la fe católica, sin adherencias paganas ni marxistas. Por supuesto que se puede ser nacionalista, pero sin poner a la patria, a ninguna patria, en el lugar de Dios, y sin justificar el uso de la violencia para, supuestamente, defenderla. Que esos curas y laicos se enfrenten a sus obispos indica dos cosas: cómo son los que critican y que los obispos van por buen camino.