Mi amigo José es un enorme bonachón que mide casi dos metros y pesa más de 120 kilos. Aunque nació en España, de padres españoles, José creció en Estados Unidos, más concretamente en la zona de New Jersey, con la inmensa Gran Manzana neoyorquina formando siempre parte de su horizonte.
En Estados Unidos casi todos los chicos practican un deporte y, a pesar de su torpeza, los directivos del instituto en el que estudiaba José lo colocaron en los equipos de baloncesto y fútbol americano.
En el primero, mi amigo no fue titular en ningún año, pero destacó bastante en el último curso, logrando una media de 3,1 puntos por partido. Como no era muy ágil, tampoco lideró a su equipo en tapones ni en rebotes, pero su función la ejecutaba a las mil maravillas. Su presencia intimidaba a los rivales y ningún atacante pasaba por debajo de la canasta, una zona que José había convertido en propiedad privada. Tomaba la pelota, la protegía un instante, se la entregaba al base y, con una parsimonia que podía ser calificada de desesperante, cruzaba la pista hasta la zona rival. Por supuesto, jamás fue protagonista de un contraataque.
En el fútbol americano, José se encontraba en su salsa. Protegía como nadie a su quarterback –la estrella del equipo- para que éste pudiera lanzar el balón con precisión. Cuando no hacía de guardaespaldas, mi amigo se dedicaba a abrir camino entre oponentes, intentando que su compañero que corría con la pelota pudiera cruzar la línea sin ser derribado por los agresivos defensores. En cuatro años de competición, José nunca toco el balón, cosa que suele pasar a cuatro de los cinco jugadores de fútbol americano que componen la línea atacante.
Católico ferviente, José es una de las personas más generosas que conozco, situación claramente evidenciada en su casa. Su mujer, Rita, y él no sólo han tenido una familia numerosa de cinco hijos, sino que han adoptado, además, a dos niños enfermos y desarraigados.
La generosidad de José se intuye desde que se le conoce, porque vivir pensando en los demás es el motor de su existencia. Una vez estaba con él en el Subway, un sitio donde preparan bocadillos americanos excepcionales. Comíamos ya cuando se nos acercó una mujer que nos explicó que era de Vic, que había venido a Barcelona por un tema de trabajo, que se había quedado sin dinero y que tenía hambre.
Mientras un servidor se debatía internamente sobre si la explicación era cierta o no acariciando cuidadosamente en el bolsillo una moneda de 20 céntimos, José se dirigió a la mujer y le indicó:
-Pida el bocadillo que usted quiera, que ya lo pago yo.
Y eso que en su casa, Rita hace ingeniería financiera cada día 25 para llegar a final de mes.
Otra vez, José volvía tarde del trabajo, cansado. Frenó en un semáforo de la calle Entença y, detrás, un taxista más cansado y despistado que él, empotró su coche en la furgoneta de mi amigo. José se bajó con calma, revisó su vehículo y vio que no le había pasado prácticamente nada.
El conductor del otro coche, culpable del incidente, contemplaba atónito y casi entre lágrimas, cómo se había sumido el capó de su taxi. Y es que la furgoneta de José es muy resistente.
Probablemente, mi amigo sintió pena, pero no dudó un momento en sacar lo que llevaba encima: 40 euros.
-Mire esto no le soluciona nada, pero espero que le ayude en algo -dijo al taxista-. Usted necesita el coche para trabajar y yo, no.
¿Y a qué viene la historia de José?
Pues muy sencillo, una vez le pregunté cómo había cultivado esa generosidad que le salía tan de dentro, tan natural. Seguramente sus padres, a quienes no conocí, debieron ser gente estupenda…
-Sí, Rafa, mis padres eran gente estupenda -respondió-. Pero el pensar en los demás se lo debo al deporte y más concretamente al deporte de equipo. Cuando pasas cuatro años de tu vida sólo centrándote en cómo harás que se luzcan el quarterback o el base, cómo permitirás que tu alero enceste o tu corredor marque un touchdown, te acostumbras a quedar en un segundo plano para lograr el fin último del grupo: que gane tu equipo…
Muchos padres se preguntan hoy en día si sus hijos deben practicar un deporte. Para mí, la respuesta es obvia pero, además, debe ser un deporte de equipo. Sí, la disciplina individual (otro día hablaremos de ella) enseña muchas cosas y más cuando se tiene claro que se trata de competir contra uno mismo: para superarse. Pero las lecciones y vivencias que ofrece el deporte de equipo son irrepetibles y marcarán nuestra vida, como han marcado la de mi amigo José.