Ayer noche, una de las grandes profesionales del periodismo español, Ana Samboal (¡como entrevista esa chica!) tuvo el acierto de abrir su informativo de la noche en Telemadrid con unas escenas aterradoras que mostraban cómo se producía en Pakistán la lapidación de una pobre mujer sin nombre ni apellido (véala aquí si tiene estómago), que había sido condenada a muerte tal, a lo que se dice, por haber cometido el terrible delito de haberse dejado ver en compañía de un hombre.
Me pregunto donde estaba la Sra. Aído, con su flamante ministerio de Igualdad; o la Sra. Pajín, que sigue a la búsqueda de machistas en Alemania; o la opinión de cualquiera de las dos sobre la más que flamante Alianza de Civilizaciones pergeñada por su idolatrado e intelectualmente fecundísimo progenitor político.
Me pregunto donde estaba la Sra. Aído, con su flamante ministerio de Igualdad; o la Sra. Pajín, que sigue a la búsqueda de machistas en Alemania; o la opinión de cualquiera de las dos sobre la más que flamante Alianza de Civilizaciones pergeñada por su idolatrado e intelectualmente fecundísimo progenitor político.
Entretanto, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, como comúnmente se dice, el presidente iraní Ahmadineyad, al socaire de su visita a la sede de Naciones Unidas en Nueva York, ha aprovechado para arrimar el ascua a su sardina uniéndose al corifeo de los que critican la ejecución de la Teresa Lewis en Virginia, en un intento de justificar la que se prepara en Irán de una mujer, Mohammadi Ashtiani, convicta de un adulterio que en el código penal iraní no sólo es delito, sino que como tal, está penado con la muerte. Y no cualquier muerte, sino muerte de piedras.
Condenable como lo es, sin paliativos de ninguna especie, la ejecución de Teresa Lewis, -y con todo el dolor que nos produce así lo hemos expresado ya en estas páginas-, al Sr. Ahmadineyad hay que decirle que su caso no sólo es tan condenable como el de la Sra. Lewis, sino que lo es mucho más, muchísimo más, y que él no es quién, es decir, está absolutamente desautorizado, para hacer la menor crítica de lo ocurrido un malhadado 23 de septiembre en el penal de Fluvanna, en Virginia. Y que, en consecuencia, su candidatura a engrosar el partido de los que nos hemos preocupado por la muerte de Teresa Lewis es rechazada.
Sin ni siquiera entrar en las más que cuestionables garantías que ofrece el sistema judicial iraní (se habla de torturas a la pobre Mohammadi para conseguir su confesión, y algo debe de haber cuando la pobre infeliz ha tenido que salir en la televisión iraní negando haberlas sufrido), en Virginia la Sra. Lewis ha sido condenada a muerte y ejecutada por haber ordenado matar a dos personas, su marido y el hijo de éste, con un objetivo, cobrar un seguro de vida, que no dejaba lugar a duda sobre sus abyectas intenciones. A la hora de ejecutar la sentencia, la Sra. Lewis ha podido elegir el modo en el que padecerla, un modo que, desde luego, buscaba producir la muerte, pero en modo alguno prolongar su agonía o producirle sufrimiento, más allá del que la certeza que la visita de la muerte produce en cualquier ser humano en condiciones normales de salud mental.
En Irán, la Sra. Ashtiani ha sido condenada a muerte por adulterio, es decir por una práctica por la que la Sra. Lewis ni siquiera había sido ni molestada (ella también lo había cometido), hasta el punto de que si alguien lo hubiera hecho, habría sido él el perseguido por la justicia. Y va a morir (*), la pobre Mohammadi, de la manera más atroz que en pleno s. XXI se pueda concebir, apedreada por sus conciudadanos entre terribles convulsiones, las que pudimos conocer ayer en una escena cuya crudeza, merced al acierto y valentía de Ana Samboal en Telemadrid, hemos podido contemplar todos los madrileños.
(*) En un intento de aligerar la imagen que ante el mundo está dando el régimen iraní, las últimas noticias apuntan a una componenda para que la Sra. Ashtiani muera ahorcada y no apedreada, consistente en decir que como además de cometer adulterio también mató a su marido (delito que, al decir de la prensa, confesó después de ser torturada), éste segundo delito, condenado con la pena de horca, al ser más grave, prevalece sobre el primero, el de adulterio, siendo de aplicación en consecuencia, la pena que le corresponde, horca, y no la del que corresponde al adulterio, lapidación. Lo que en técnica jurídico-penal iraní nos lleva a la siguiente moraleja: Señora, si engaña Vd. a su marido, mátelo, le trae cuenta.