Lo que has hecho con nosotros, Señor, es un castigo merecido, porque hemos pecado contra ti y no pusimos por obra lo que nos habías mandado; pero da gloria a tu nombre y trátanos según tu abundante misericordia (Dn 3,31.29.30.43.42).
La Eucaristía es memorial del misterio pascual, por tanto, de la muerte y resurrección, de la justicia y la misericordia divinas. Y la oferta a nosotros para que participemos de todo ello.
Los versículos con que está trenzada esta antífona están tomados de la oración de Azarías en medio del horno ardiente. La fidelidad a Dios y la negativa de los tres jóvenes a adorar la estatua de oro les ha llevado a una experiencia que es figura profética de la pasión del Señor y de la Eucaristía. La fidelidad a la voluntad divina les conduce al suplicio del que, por acción divina, saldrán indemnes.
Es, en medio del tormento, donde escuchamos en labios de uno de ellos esta oración. Ahí hay un reconocimiento de la justicia divina. Dios ha tenido misericordia de ellos y los ha hecho capaces de la fidelidad y de soportar firmes el tormento. Pero ahí no se queda su compasión. Gracias a ella reconocen, en medio de la alabanza divina, que es justo el proceder de Dios. Todo cuanto le ha sucedido al pueblo y a Jerusalén es merecido y justo.
Jesús, siempre fiel al Padre, sufre la muerte en cruz y, aunque Él no ha tenido parte en ninguna culpa humana, se hace solidario con los pecadores. La misericordia de Dios llega a nosotros capacitándonos para reconocer nuestra responsabilidad del pecado. Y esto es posible porque nos pone en la situación de los tres jóvenes. En el reconocimiento de Dios como único Señor digno de adoración, es donde vemos con claridad esperanzada nuestro pecado y el juicio divino.
Su misericordia nos lleva a la esperanza en la resurrección, en la vida nueva. No porque podamos arrancárselo a Dios, no porque se lo podamos exigir. La pedimos apoyados únicamente en su misericordia y en la gloria de su nombre.
A la celebración vamos a participar en la cruz y en la resurrección, en la justicia y en la misericordia.
Los versículos con que está trenzada esta antífona están tomados de la oración de Azarías en medio del horno ardiente. La fidelidad a Dios y la negativa de los tres jóvenes a adorar la estatua de oro les ha llevado a una experiencia que es figura profética de la pasión del Señor y de la Eucaristía. La fidelidad a la voluntad divina les conduce al suplicio del que, por acción divina, saldrán indemnes.
Es, en medio del tormento, donde escuchamos en labios de uno de ellos esta oración. Ahí hay un reconocimiento de la justicia divina. Dios ha tenido misericordia de ellos y los ha hecho capaces de la fidelidad y de soportar firmes el tormento. Pero ahí no se queda su compasión. Gracias a ella reconocen, en medio de la alabanza divina, que es justo el proceder de Dios. Todo cuanto le ha sucedido al pueblo y a Jerusalén es merecido y justo.
Jesús, siempre fiel al Padre, sufre la muerte en cruz y, aunque Él no ha tenido parte en ninguna culpa humana, se hace solidario con los pecadores. La misericordia de Dios llega a nosotros capacitándonos para reconocer nuestra responsabilidad del pecado. Y esto es posible porque nos pone en la situación de los tres jóvenes. En el reconocimiento de Dios como único Señor digno de adoración, es donde vemos con claridad esperanzada nuestro pecado y el juicio divino.
Su misericordia nos lleva a la esperanza en la resurrección, en la vida nueva. No porque podamos arrancárselo a Dios, no porque se lo podamos exigir. La pedimos apoyados únicamente en su misericordia y en la gloria de su nombre.
A la celebración vamos a participar en la cruz y en la resurrección, en la justicia y en la misericordia.