Entro en la iglesia. Me da gusto venir. Me detengo en la entrada. Respiro. Cierro los ojos. “Qué ganas tenía de verte”. Siento esas palabras en el alma: ciertas, claras. Es Dios, mi Padre Dios. Después de tantas trápalas, de tantas omisiones y reniegos. Por fin. Aquí estoy. El templo está casi vacío. Un par de mujeres en las primeras filas y un murmullo de voces que no localizo. A mi izquierda la imagen de un Cristo crucificado. Voy. Me sitúo debajo de Su cabeza, y me sujeto a Sus rodillas. Le beso despacio sus heridas, le acaricio los pies y apoyo mi rostro en su pierna izquierda. Mi alma mira hacia arriba, buscando Su mirada. ¡Dios mío! Quisiera que abriera los ojos. Pero acaba de morir por todos. Está muerto. Unas flores a Sus pies. Y yo, con mi alma desnuda, como Su Cuerpo. ¿Qué rezo? ¿Qué es rezar? Mirarle, besarle, enamorarse, quedarte allí con Él, para que no esté solo, para que nunca más pueda estar solo. Le digo: “Resucítame Señor mío, límpiame, quiéreme, ayúdame…”. Pero no quiero pedirle, quiero amarle. AMARLE. Yo soy ese clavo de hierro que atraviesa Sus pies, yo soy cada espina que penetra en su sien. Una y otra vez. No Le ahorro sufrimientos. Un niño entra corriendo, como una exhalación, y Le besa, y sale como ha entrado, visto y no visto. Yo le beso otra vez, como ese niño. Y voy buscando un banco donde sentarme con Él.
Me da pena ver los confesionarios vacíos, me da pena ver a Cristo tan solo, me da pena ver tantos y tantos bancos sin reclinatorio. Y me da pena que Dios Hijo esté en un rincón de la iglesia, y que el sagrario sea tan tosco, y que las flores sean artificiales, y que yo sea como soy: más tosco aún que esos metales, y con menos perfume de alma viva que esas flores. Saludo a la Virgen, a María. Lo sé. El Señor prefiere las flores de las almas, la compañía de las almas. “No vienen, no vienen”. Y yo me despisto con los cristales de colores o devanando fruslerías. Pienso en los ángeles que están aquí. No los veo, pero están. Adorando. Quisiera ir a besar el altar y el sagrario. Quisiera no irme nunca de Dios. Nunca. Ni de noche ni de día. Que mi hogar sea Él, Su trato más asiduo, constante, fiel. ¿Dónde descansar mejor que en la intimidad del Señor? Me atrevo a decirlo: soy feliz. Pero soy feliz por Él, que Se empeña en quererme, en sostenerme, en perdonarme. La felicidad -no quiero engañarme- es estar con Dios, es amarle. Y todo lo demás por Él y para Él. El principal desengaño del mundo proviene de un solo factor: no estamos lo suficientemente atentos a las cosas de Dios. Y lo que es peor: renegamos de Él, de Su infinito Amor.
Un sacerdote pasa a mi lado. Sé que lo es porque le conozco de cara. Pero por su atavío pudiera ejercer cualquier otra profesión u oficio. Seguramente es santo, pero me apena. Como me apena que pase por delante de Dios sin una sencilla genuflexión o algo. Me levanto después de un rato. Se está bien con Cristo, en esta especie de Betania que es toda iglesia, donde Él viene con su propio Cuerpo y Su propia Sangre. Para estar con nosotros, para charlar de lo que queramos, o para dejarnos llevar por la gracia que emana de su Presencia, sin pensar o sentir nada especial. Sencillamente. Divinamente. Beso de nuevo el Cristo, esa talla tan extraordinaria de la Redención del pecado, del arte sacro y enamorado. Los confesionarios siguen vacíos, y eso que hay almas que rondan. Salgo. No soy nadie, pero Dios es mi Padre, y viene conmigo, y me hace ser consciente de este otro templo que es la calle, que es donde se desarrolla mi vocación cristiana, que es donde sobre todo me espera. Para cambiar las cosas. Para santificarme y santificarlas.