En la última catequesis sobre los mandamientos, el Papa nos recuerda verdades fundamentales de nuestra fe. En primer lugar, la gratuidad. Somos cristianos porque hemos sido amados sin mérito propio. “Partimos de la gratuidad como base de la relación de confianza y de obediencia: Dios, hemos visto, no pide nada antes de haber dado mucho más. Él nos invita a la obediencia para rescatarnos del engaño de las idolatrías que tanto poder tiene para nosotros. De hecho, buscar la realización propia en los ídolos de este mundo nos vacía y nos esclaviza, mientras que lo da talla y consistencia es la relación con Él, que, en Cristo nos hace hijos a partir de su paternidad”.
La liberación bendecida lleva al reposo verdadero: “Solo en Dios descansa mi alma, porque de él viene la salvación; solo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré”, y a la reconciliación con la propia vida y con la vida de aquellos que han influido en la misma.
Esta purificación profunda no la podemos hacer con nuestras propias fuerzas sino con la fuerza del Espíritu Santo: “De hecho, en la contemplación de la vida descrita en el por el Decálogo, es decir, una existencia grata, libre, auténtica, benediciente, adulta, custodia y amante de la vida, fiel generosa y sincera, nosotros casi sin darnos cuenta, nos encontramos frete a Cristo. El Decálogo es su «radiografía», lo describe como un negativo fotográfico que deja aparecer su rostro –como en la Sábana Santa-. Y así el Espíritu Santo fecunda nuestro corazón poniendo en él los deseos que son suyos, los deseos del Espíritu. Desear según el Espíritu, desear al ritmo del Espíritu, deseas con la música del Espíritu”.
Desde la carne, la ley se convierte en una serie de prescripciones; desde el Espíritu se convierten en vida. La expresión negativa de los mandamientos se convierte en positiva: amor a los demás, dejarles un lugar en nuestro corazón. Es la plenitud que Cristo ha venido a traernos. “En Cristo, y solo en Él, el decálogo deja de ser una condenación y se convierte en la auténtica verdad de la vida humana, es decir, deseo de amor –aquí nace el deseo del bien, de hacer el bien- deseo de alegría, deseo de paz, de magnanimidad, de benevolencia, de bondad, de fidelidad, de mansedumbre, de dominio de sí. De esos «no» se pasa a este «sí»: es la actitud positiva de un corazón que se abre con la fuerza del Espíritu Santo”.
Lo que Cristo busca en el Decálogo es: “Si hay deseos malos que contaminan al hombre, el Espíritu pone en nuestro corazón santos deseos, que son el germen de la vida nueva. La vida nueva, de hecho, no es el esfuerzo titánico para ser coherentes con una norma, sino que la vida nueva en el Espíritu mismo de Dios que empieza a guiarnos hasta sus frutos, en sinergia feliz entre nuestra alegría de ser amados y su alegría de amarnos. Se encuentran dos alegrías: la alegría de Dios de amarnos y nuestra alegría de ser amados”.