Yo soy la salvación del pueblo –dice el Señor–. Cuando me llamen desde el peligro, yo les escucharé y seré para siempre su Señor (Cf. Sal 37(36),39s.28).
La llamada que Dios nos hace, pues es Él quien nos convoca no nuestra iniciativa, a participar en la Eucaristía es afirmación de sí mismo. La revelación de Dios es llamada, porque se manifiesta su atrayente gloria, la belleza de su misericordia.
No es que el nos dé algo, se nos da. No nos proporciona la salvación, sino que Él es nuestra salvación. Y no simplemente la mía o la tuya ni la de cada uno, sino la del pueblo. Es la salvación de cada uno, pero con los otros en el pueblo que el se ha elegido y constituido.
La Eucaristía es donde no meramente como individuos, sino como pueblo, respondemos a esta vocante epifanía. El Dios que es nuestra salvación, al mostrársenos así, nos descubre en el peligro, nos pone ante los ojos nuestra situación. Esta llamada, desde la necesidad, lo es al Dios presente, pues se nos ha mostrado, pero también al ausente. Pues la miseria nos muestra que aún hay distancia entre la promesa de salvación y su realización plena, entre la esperanza y la consumación de ésta.
Y necesitamos llamarle desde el peligro. La Iglesia necesita orar desde la indigencia, necesita conocer su necesidad. Y todos precisamos palparla como individuos y como pueblo. Necesitamos de la humildad nacida de conocer, no de tener conceptos claros o darle vueltas a mil ideas, nuestra finitud como criaturas, nuestra imposibilidad de ser hijos en el Hijo, nuestros pecados. Y ese es un conocimiento que nos da Dios. Por eso, necesitamos la soledad, el silencio y la quietud de la oración, para conocer de Dios quién somos de verdad.
En la medida que desde ahí oramos, nuestra oración es escuchada. Y Dios nos responde con su Señorío. Jesús en la Eucaristía es nuestro Rey, entronizado a la diestra del Padre, en medio de su pueblo. Es el Señor, nuestra salvación.
No es que el nos dé algo, se nos da. No nos proporciona la salvación, sino que Él es nuestra salvación. Y no simplemente la mía o la tuya ni la de cada uno, sino la del pueblo. Es la salvación de cada uno, pero con los otros en el pueblo que el se ha elegido y constituido.
La Eucaristía es donde no meramente como individuos, sino como pueblo, respondemos a esta vocante epifanía. El Dios que es nuestra salvación, al mostrársenos así, nos descubre en el peligro, nos pone ante los ojos nuestra situación. Esta llamada, desde la necesidad, lo es al Dios presente, pues se nos ha mostrado, pero también al ausente. Pues la miseria nos muestra que aún hay distancia entre la promesa de salvación y su realización plena, entre la esperanza y la consumación de ésta.
Y necesitamos llamarle desde el peligro. La Iglesia necesita orar desde la indigencia, necesita conocer su necesidad. Y todos precisamos palparla como individuos y como pueblo. Necesitamos de la humildad nacida de conocer, no de tener conceptos claros o darle vueltas a mil ideas, nuestra finitud como criaturas, nuestra imposibilidad de ser hijos en el Hijo, nuestros pecados. Y ese es un conocimiento que nos da Dios. Por eso, necesitamos la soledad, el silencio y la quietud de la oración, para conocer de Dios quién somos de verdad.
En la medida que desde ahí oramos, nuestra oración es escuchada. Y Dios nos responde con su Señorío. Jesús en la Eucaristía es nuestro Rey, entronizado a la diestra del Padre, en medio de su pueblo. Es el Señor, nuestra salvación.