El cáliz de nuestra acción de gracias nos une a todos en la sangre de Cristo; el pan que partimos nos une a todos en el cuerpo de Cristo (cf 1Cor 10,16).
El hontanar de la Iglesia es el misterio pascual, ese misterio del Cuerpo  muerto en cruz y glorificado. Nosotros, en el bautismo, entramos a participar en ese misterio y somo hechos miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Somos, no podemos entendernos de otra manera, parte de una comunidad. No somos cristianos y luego decidimos ser miembros de la Iglesia. A una somos lo uno y lo otro, no podemos ser lo uno sin lo otro.

Mas no se es cristiano, lo mismo que no se es hombre, como una piedra es una piedra. Ser piedra no es algo que esté sometido a desarrollo y crecimiento. Sí, desde la pila del bautismo en adelante, somos el mismo cristiano, pero no somos lo mismo. Podemos ser santos o traicionar esa identidad, podemos vivir intensamente la fraternidad cristiana o ser de un individualismo atroz, podemos vivir comunitariamente la fe o consumir productos religiosos,...

Y, en la Eucaristía, podemos participar de muchas maneras: desde un estado comunitariamente casi comatoso hasta una vivencia de gran plenitud de comunión. Desde ahí nos acercamos a comulgar el Cuerpo de Cristo; desde donde nos hallemos, siempre que no estemos muertos espiritualmente y, por tanto, necesitemos de la penitencia, nos acercamos al cáliz de nuestra acción de gracias y al pan que partimos.

La celebración de la Eucaristía hace ese Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y, a nosotros, nos "comuniona", estrecha nuestra fraternidad. Pero no de manera mágica. Cuando somos engendrados, somos puestos en la vida y tenemos que vivir esa vida. Nosotros tenemos que vivir la comunión que se nos regala, tenemos que crecer en ella día a día, de comunión en comunión cada vez más.

Esperemos que algún día la pregunta que nos hagamos no sea a qué hora voy a misa, sino con quién celebrarla.

[El comentario a la otra antífona de comunión lo encontráis
aquí]