Hace unos días una noticia recorrió el mundo: el Vaticano habría aprobado el uso de vacunas contra el Covid procedentes de fetos humanos. Eso implicaría, de alguna manera y según la mayoría de los medios de comunicación, la aceptación del aborto y del negocio que genera, negocio en el que lo que menos beneficios da es lo que se cobra a las mujeres que van a abortar y que se orienta cada vez más a convertirse en un suministrador de “material humano” para la industria cosmética o la medicina.
En realidad, el documento del Vaticano se apoya en uno precedente, de 2008 -siendo Papa Benedicto XVI- en el que se analizaba la posibilidad de utilizar vacunas que tenían su origen en células humanas procedentes de fetos. Todo empezó a principios de los años 70, cuando de un feto abortado se extrajo una línea celular para la investigación. De ahí se produjeron vacunas para la varicela, el sarampión, las paperas o la rubeola. Estas vacunas no contenían directamente material procedente de fetos, pero sí se habían obtenido a partir de aquellas primeras células extraídas de aquel feto abortado. Ya entonces el Vaticano estableció que el uso de ese material para la investigación era inmoral y pidió a las compañías farmacéuticas que buscaran vacunas que no implicaran células humanas procedentes de abortos. Pero, a la vez, permitía a los católicos recurrir a esas vacunas por razones graves, cuando estuviera en peligro la salud de sus hijos.
El nuevo documento vaticano se mantiene en la línea de lo establecido en 2008. Condena el uso de material procedente de fetos para la experimentación, pero permite a los católicos el uso de las vacunas contra el Covid obtenidas usando esas antiguas células, alegando que la conexión entre éstas y el material fetal originario es remota (casi 50 años desde que se produjo el aborto y se extrajeron las células que se han estado usando desde entonces) y que, si no se usaran esas vacunas, no sólo se pondría en peligro la vida de la persona que no quisiera vacunarse sino que ésta podría contagiar a otros y ser causa de su muerte. Por lo tanto, si bien se rechaza la experimentación y el uso de material procedente de fetos humanos, se aceptan las vacunas que tienen ese origen basándose en el criterio de que la cooperación con aquel aborto, al usar algo que procede de él, es remota; además, se considera que es un mal menor usar la vacuna comparado con el mal mayor que sería oponerse a ella.
No voy a discutir la decisión del Vaticano, basada además en la que recibió la bendición del Papa Benedicto XVI en 2008. Pero sí tengo algunas preguntas que me gustaría que alguien aclarara. Estamos ante un floreciente negocio que procede del uso de material fetal y, lo de menos, es el uso de esas líneas celulares que se crearon hace 50 años. Los fetos se están usando hoy para cosméticos, para dar sabor a determinados alimentos y bebidas y, cada vez, más para proporcionar órganos para trasplantes. Lo mismo que hay ya mujeres que alquilan sus vientres para quedar embarazadas a cuenta de otras personas, podrían llegar a existir “granjas” de mujeres que engendran niños destinados directamente al aborto; como el aborto a los nueve meses es legal en muchos países -el llamado aborto por decapitación-, se podrían obtener así órganos sanos que se comercializarían a elevados precios. ¿Si se acepta una vacuna para evitar el Covid, no se podría aceptar un hígado, un riñón o un corazón, procedente de un bebé de nueve meses, cuando está en juego la vida del que necesita el trasplante? Es verdad que el criterio de temporalidad -la conexión remota con el aborto inicial del que procede la línea celular que sirvió de base a la vacuna- excluiría la moralidad del uso de ese órgano procedente de un feto recién muerto, pero el argumento del mal menor se podría discutir, alegando que, de todas formas, el feto va a morir porque ha sido creado para eso y que de él se pueden sacar varios órganos para salvar otras tantas vidas humanas. La perspectiva es escalofriante y hay que tener mucho cuidado para no convertirnos en cómplices de la transformación del hombre en un material de consumo, a un nivel no superior al de una vaca, un cordero o una gallina.
Por otro lado, el Vaticano anima a usar las vacunas que no tengan impedimentos morales. Creo que esa es una acción no sólo legítima sino necesaria. Si los católicos, en caso de poder elegir, rechazáramos las vacunas que tienen su origen, aunque sea remoto, en fetos, las compañías farmacéuticas pondrían otros productos en el mercado para no perder a millones de clientes. Según varios estudios, la vacuna de Pfizer es éticamente aceptable. Hagamos todo lo posible para que sea esa la que nos pongan, eso sin olvidar que no es obligatorio vacunarse, aunque pueda ser, según el Vaticano, moralmente aconsejable.