Este verano, además de calor, hemos tenido y sufrido otras cosas. Por ejemplo, la constatación de que la avaricia del hombre, su ausencia de un sentido moral objetivo aplicado a la propia vida, está destruyendo el planeta y provocando catástrofes tan graves como la de Paquistán, con veinte millones de afectados.

Desde el punto de vista eclesial, quizá lo más significativo ha sido el encuentro para estudiar y debatir que, como todos los años, ha celebrado el Papa con sus ex alumnos. Siempre es importante esta reunión, pero en esta ocasión lo ha sido aún más por el tema elegido: la aplicación del Concilio Vaticano II.

Benedicto XVI ha afirmado que en dicha aplicación ha habido dos hermenéuticas: una de continuidad o de reforma y la otra de discontinuidad o de ruptura.

Esta segunda, que en muchos casos ha sido la imperante, ha provocado una división en la Iglesia, estableciendo la existencia de una Iglesia preconciliar (no sólo en el sentido cronológico, sino también en el teológico, pues ha sido entendida como anticonciliar e incluso como no verdadera y plenamente católica, lo cual coincide con la postura de fondo del protestantismo, que considera que la Iglesia como tal no empezó a existir hasta que no vinieron los reformadores) y de una Iglesia posconciliar (esta sí plenamente en sintonía con los deseos de Cristo).

Esta hermenéutica de ruptura, además, según señala el Papa, termina por volverse contra el propio Concilio, pues incluso los documentos conciliares son vistos como fruto de consenso para tranquilizar en parte a la Iglesia preconciliar, pero precisamente por eso deben ser abandonados o, al menos, interpretados a la luz de la teología posconciliar.

Se pueden poner muchos ejemplos de todo esto: en catequesis, en disciplina moral, en liturgia, pero fijémonos en uno muy significativo puesto que es bien visible: la vestimenta de los sacerdotes. No sólo se ha producido una ruptura con la forma de manifestar la pertenencia a un estado consagrado, sino que esa ruptura ha sido especialmente grave en el caso de las congregaciones religiosas que han abandonado el hábito, puesto que para ellos era una especial seña de identificación con una familia espiritual y con un fundador concreto.

Tras esta ruptura externa estaba la interna, anticipándola y siguiéndola. La Iglesia siempre está necesitada de reforma, pero no de ruptura.

Encontrar el equilibrio no es fácil, pero ciertamente en los últimos cincuenta años éste no se ha encontrado todavía.