Llueve en Castilla. En veinticuatro horas hemos pasado del verano al otoño. Estrenamos septiembre con un cielo nuevo y una tierra nueva. Todo el paisaje teñido de gris. Aquí están acostumbrados. Espero que en Murcia podamos seguir disfrutando del verano un par de meses más.
            En esta paz que te ofrece el tiempo que no tiene prisas, me pongo a repasar un libro publicado hace veinte años por el Nuncio español Justo Mullor, y que lleva por título “Dios cree en el hombre”. Está escrito con soltura y profundidad, ofreciendo un diagnóstico de nuestra sociedad que parece calcada de ayer mismo. Describe en uno de sus capítulos el contraste de hombres y mujeres que han dado su vida por Dios con audacia y alegría, que pasan por la vida sonriendo u ofreciendo paz con denominación de origen, y la masa considerable de los que no saben vivir, ni dejan vivir.
            La esfinge de nuestra libertad está siempre alerta. Espera la sonrisa del placer breve o la lágrima –el grito silencioso, la mueca de dolor, el esfuerzo- que lleva a la plenitud del parto de un hombre o de una mujer nuevos. Según nuestro comportamiento, la esfinge sabe que vamos a ser eternos adolescentes tristes en busca de tristezas nuevas, camufladas de gozos pasajeros, a veces costosos, de su responsabilidad frente a Dios. La verdad es que Cristo encontró un mundo violento y, paradójicamente, quiso hacer de la violencia el arma para vencerlo (Patmos, pág. 48).
            Me comentaban unos compañeros de Burgos el fenómeno del convento de clarisas de Lerma. No se había visto algo parecido desde el Medievo. Unas 160 monjas jóvenes que han ofrecido su vida a Dios para intentar mejorar esta humanidad que se debate en un materialismo estúpido. Dicen que le estupidez es un defecto que acompaña al individuo mientras viva. Diríamos que se trataría de una estupidez crónica. Pero conozco a estúpidos que han dado una vuelta a su vida como si fuera un calcetín zurcido. La mayoría de esas jóvenes de Lerma eran chicas, o son, chicas de hoy. Vivían disfrutando de ese carrusel que es la vida moderna, con sus altibajos y siempre dando vuelta al mismo vacío. Pero Dios les salió al encuentro y le tomaron la palabra. Es realmente un caso de libro. Hasta el punto que el Vaticano está estudiando el fenómeno.
            Dice Justo Mullor: La campánula frágil y pasajera de la mentira penetra en el alma y la vida mientras que, al mirar sus espinas, pocos son los que osan coger la recia y liberalizante rosa de la verdad (Pág. 49). Siempre se ha dicho que no hay rosa sin espinas, pero esa es una visión muy negativa de la vida. ¿Hemos pensado que también las espinas pueden tener rosas? Es verdad que hay cruz y esfuerzo por el camino de Dios, pero no es menos verdad que ese camino está jalonado de simpáticas flores que nos sonríen al pasar.
            Hay que arrimar el hombro. El mundo tiene necesidad de santa violencia para repeler la agresión del mal que le acecha. Lo estamos viendo: matrimonios rotos; niños sacrificados en el altar del egoísmo; jóvenes perdidos en la selva de la modernidad, en el laberinto angustioso de eso que llaman movida; altares levantados a los dioses del nuevo paganismo; una fe sin vida; una vida pasto del alcohol, la droga y el sexo deshumanizado…
            Pero en medio de esta estepa desolada, de esta selva negra, está Dios que sigue creyendo en el hombre. Y nos ofrece una salida digna, una nueva oportunidad. Nos pregunta: ¿A dónde quieres ir? Y nos recuerda “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”  No es verdad que esté el hombre perdido. Por encima de los programas alienantes, de los planes laicistas, y del “forraje” que ofrecen a manos llenas a un pueblo desalmado, está Dios, que nos tiende la mano y nos invita a mirar hacia arriba. Es posible modelar un barro que todavía conserva la humedad de los buenos sentimientos. Y por eso no hay lugar para el pesimismo. Dejar a Dios ser Dios, y al hombre ser hombre, masculino o femenino, pero hombre, ser humano, de verdad.
Juan García Inza
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